El actor encarna a un jardinero autista que, apadrinado por una millonaria caprichosa, se convierte en un gurú de la política. El éxito de Mr. Chance es que aplica a los grandes problemas las recetas que utiliza para cuidar a sus plantas.
En la escena a la que me refiero, Chance está rodeado de distinguidos y expertos dirigentes de Washington, que interpretan su explicación sobre la erradicación del pulgón como una lección llena de sutileza para sobrevivir en los pasillos del poder.
Chance es un perfecto ignorante de lo que pasa fuera de la casa en la que trabaja y sólo conoce el mundo a través de la televisión. Pero es precisamente su simpleza la que es valorada como una muestra de perspicacia y visión de futuro, lo que le lleva a ser nominado candidato a la Presidencia de EEUU.
Como el oráculo de Delfos, la ambigüedad de sus palabras le permite acertar en los pronósticos, suceda lo que suceda, con lo que consigue que la estulticia sea considerada como una prueba de su enorme talento. En suma, Chance es un tonto al que las circunstancias convierten en un genio.
Donald Trump encarnó ayer el papel de Mr. Chance en un discurso plagado de tópicos y simplismos, trufado de populismo y alejado de las realidades sociales y económicas de nuestro tiempo.
Su primera falacia fue la idea de que él va a devolver el poder al pueblo, secuestrado por la clase política de Washington. Trump es un millonario que vive en una torre en Manhattan y que da propinas de 50 dólares a los camareros. Los colaboradores que ha nombrado, como su secretario de Estado, provienen de las élites dirigentes del país. Nadie con un mínimo sentido común se puede creer que el nuevo presidente sea la persona para restar poder al establishment del que forma parte.
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