El Partido Colorado agoniza. Su existencia en el escenario político corre peligro y no por culpa de sus tradicionales adversarios – los blancos- o de quienes se proclaman herederos del Batllismo –el Frente Amplio- pero en realidad encarnan un modelo de país y de sociedad opuesto al liberal-republicano que otrora encarnamos, sino de nosotros mismos. De nuestro profundo desconcierto filosófico e ideológico, de nuestra incapacidad para decodificar correctamente la realidad y renovarnos sin perder la esencia, de nuestra falta de creatividad para poder seguir sirviendo a la república como un instrumento hábil, necesario.
Asistimos por estos días al agravamiento de un proceso que viene de lejos, y que ahora, fruto del oportunismo de algunos, la desidia de otros, y la torpeza de casi todos, enfrenta al partido a una disyuntiva histórica: refundarse o desaparecer.
Si Darwin tenía razón respecto a que las especies que sobreviven no son necesariamente las más inteligentes ni las más fuertes sino las que se adaptan mejor a los cambios -nuestra especie es prueba de ello, ese principio debería aplicarse también a los partidos políticos en tanto “seres vivos”, y como tales, perecederos.
La extraordinaria longevidad de los Partidos Tradicionales, algo infrecuente ya no en la región sino en el mundo, e incluso del Frente Amplio, un frente popular que, a diferencia de sus pares de otras latitudes, no sólo trascendió la coyuntura que le dio origen sino que se transformó en la principal fuerza política del país, dan la pauta de un sistema político cuya solidez estribó en partidos con fuerte arraigo social.
Pero esto cambió. Por múltiples factores, de un tiempo a esta parte el Partido Colorado fue perdiendo pie entre los sectores populares, dejó de lado sus banderas de libertad, igualdad social, laicidad y republicanismo, abandonó la pelea ideológica y cultural, y hasta renunció a transmitir a sus nuevas generaciones sus principios y tradiciones. Dejó de ser el “escudo de los débiles” cuando empezó a darle la espalda a las capas medias y bajas, justamente su razón de ser. El Batllismo, otrora impulso, se convirtió en freno, y la dirigencia dejó de representar fiel y genuinamente el “sentir colorado”.
Fuera de su espacio natural, el gobierno, la crisis se profundizó hasta alcanzar límites impensables.
En ese pandemónium, no es extraño que el diputado tal o el dirigente cual, se crean dueños del partido, con derecho a dinamitarlo, con el fin de llevarse cada uno un pedazo a su casa y venderlo luego al mejor postor a cambio de un carguito o usarlo para negociar su eventual “pase”.
¡Buitres!
Quienes obran así, no son colorados, ni batllistas, ni siquiera dirigentes dignos de respeto. Son mercenarios. Traidores, en primer término, a quienes los votaron como representantes de este partido y no de otro; y en segundo lugar, a los principios que esa bandera con la que supieron arroparse para escalar posiciones representa. Quienes obran así, no son confiables. Quienes se venden una vez, están a la venta siempre.
Cualquier ciudadano tiene el derecho a votar al partido que quiera. Cada dirigente es libre de cambiar de partido si no se siente a gusto donde milita o si tuvo un súbito cambio de parecer en materia ideológica o filosófica. A lo que no tiene derecho, es a mancillar una historia, una tradición, una bandera, a un conjunto de personas – muchas o pocas, no importa- que sienten al Partido Colorado su casa y no están ni estarán nunca en oferta.