Diario El País
Actuarios y
funcionarios del Poder Judicial rechazaron en febrero la imposición
sin alternativa que les planteó el Poder Ejecutivo, de rebajar la
deuda que, tras años de pleito, se fijó por sentencia firme.
Repetimos: ese
rechazo, más que defender pesos, afirmó el principio de
independencia de la Justicia y el principio de imperatividad de la
cosa juzgada, que obliga a obedecer sin chistar todo fallo
irremediable y prohíbe desacatarlo.
Tales principios nos
sujetan a todos. Gobiernos incluidos.
Los judiciales, en
dos tandas, denunciaron el atropello ante la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos.
El ministro Ernesto
Murro salió al cruce sosteniendo que eran “dos planteamientos
contra el Estado uruguayo”. Error conceptual: una denuncia
formulada en vías de Derecho no es “contra” el Estado, porque el
Estado solo existe como Derecho, sistema legal de libertades,
obligaciones y prohibiciones. En eso concordaron hace casi un siglo
Kelsen con su pureza normativa y Duguit con su visión sociológica;
y concuerdan hoy las corrientes analíticas derivadas de la Escuela
de Viena. No es contrario al Estado, señor Ministro, exigirle a los
transitorios rectores del aparato de poder que obedezcan a la esencia
inseparable de lo que pasa por sus manos, que es el Derecho.
Deslizó el mismo
Ministro: “casualmente lo hace el mismo abogado que defendió a los
Peirano”. Ofensa conceptual: de Cicerón a Atienza, pasan- do por
Quintiliano, Locke y Perelman, siempre se despreció el argumento “ad
hominem” -contra el hombre-, que desacredita al mensajero para
desprestigiar el mensaje.
Y además, agravio
directo a la persona y la función del abogado.
El abogado debe ser
respetado en su libertad de aceptar o rechazar defensas sin que ni el
Ministro de Trabajo o el Ministro del Interior -Bonomi lo hizo en
relación con el exdefensor de “el Betito Suárez”- puedan
reprobarlos invocando apellidos o apodos sacados de la crónica
policial.
Auxiliar
imprescindible de los magistrados, custodia personal de los derechos
individuales, impulsor de la vida del Derecho, el abogado no se
identifica con los actos civiles o penales que se reprochen a sus
patrocinados. Como asesor civil a veces opina antes de las
decisiones, pero como defensor penal entra siempre cuando los hechos
ya se consumaron.
Su tarea no es
convertirse en un hincha del delito que grita desde la Ámsterdam
sino enfrentar los daños y las responsabilidades para que los
posibles autores de cada desaguisado reciban el rigor de la ley pero
también sus beneficios. Para ello, escudriña hechos y conceptos en
busca de diferencias relevantes, en esfuerzo de conciencia. Y ese
denuedo así acumulado ensanchó el horizonte civilizador a través
de los tiempos y plasmó las garantías del debido proceso. Sin
ellas, la libertad correría aún más riesgos que los que están a
la vista.
Hace 40 años, Adela
Reta, Rodolfo Schurmann Pacheco, Hugo Batalla, Fernando Oliú, el
suscrito y varios más, debimos soportar destrato y persecuciones por
asumir defensas ante la Justicia Militar. Obviamente, reclamar que se
cumpliera la ley no era solidarizarnos con los delitos en juego ni
identificarnos políticamente con nuestros defendidos. ¡Pero vaya
que costaba hacérselo entender a la dictadura!
Lo que uno no
imaginó es que iba a ser necesario explicárselo a ministros de la
democracia.
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