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domingo, 28 de junio de 2015

EL CHUY DE LOS ABUELOS. Por Julio Dornel.






“Viejo barrio que te vas, te doy mi último adiós, ya no te veré más”.
La letra de Soliño ha tenido en los últimos años una inusitada vigencia, mientras van cayendo las paredes para dar paso a los nuevos edificios que le otorgan a la ciudad una nueva fisonomía. Alguien señalaba que Chuy es una ciudad sin memoria, porque van quedando pocas señales de su pasado histórico. Pensamos que no son solamente los edificios que se deben conservar, sino todo aquello que a través de los años fue formando el carácter, la identidad y la tradición de esta frontera.
Lamentablemente en los últimos años han desaparecido varias casas que representaban una herencia del siglo pasado y que habían calado muy hondo en el sentimiento de los primeros habitantes. Es evidente que el progreso acompañado del valor inmobiliario y la especulación han sentenciado la identidad edilicia dando paso a las nuevas construcciones.

No pretendemos quedarnos en el tiempo, sino que se planifique la transformación urbanística sin borrar definitivamente las huellas del pasado. No es bueno para los habitantes de una ciudad que la misma pierda su memoria en nombre del progreso. De alguna manera deben quedar como herencia de épocas pasadas el olor rancio de las cosas viejas entre las paredes de algunos edificios que deberían conservarse como mojones de la historia fronteriza. Sin embargo en la actualidad y pese al esfuerzo de algunos historiadores, resulta muy difícil encontrar huellas de la historia cotidiana que fueron haciendo desde 1888 los primeros habitantes.
D E S D E 1945 AL 2002
En la tradicional esquina de “la Internacional” y Laguna de los Patos, (Gaston Arimón)  al fondo del Opel se encontraba hasta enero del 2.002 la casa del abuelo Celedonio. Ladrillo de campo sentado en barro, piso de tierra y techo de paja, mientras las manchas de la humedad trepaban por la pared. Para disimular se iban tapando con las fotos redondas de los antepasados o con los almanaques de regular tamaño que ofrecía anualmente Casa Caticha, Leopoldo Fernández y los hermanos Silveira (Teofilo y el Talo).
El panorama infantil de los años escolares allá por el 45 estaba centralizado en la modesta casa del abuelo, que se fue mejorando paulatinamente y de acuerdo a las posibilidades. Lindaba al norte con Ramiro y Ondina, al este con doña Concepción y todos los Cabrera, mientras que al sur estaba el receptor Benítez abuelo del “Bayano”. Buenos vecinos, serviciales, generosos y siempre dispuestos a extender la mano. Vecinos “de puerta” como se decía, queriendo confirmar una relación casi familiar. Aunque nadie elige a sus vecinos por aquellos años se convertían en las personas más importantes del pueblo. Eran puertas abiertas para auxiliar con el azúcar o la yerba que faltaban siempre en horas de la noche. Eran los vecinos que amortiguaban la soledad y llegaban solícitos ante alguna enfermedad pasajera. Al fondo los canteros de la pequeña quinta que amortiguaban algunos gastos al ofrecernos todas las verduras para el consumo familiar puesto que la exigua jubilación no llegaba hasta fin de mes. Y en ese mundo mágico de la niñez han quedado también los primeros autos de fabricación casera que se desplazaban a 100 por hora en las pistas de nuestra imaginación.
En el patio de aquella casa hoy convertida en “free-shop” y con muchos autos de verdad junto a la vereda, estaban las carreteras de tierra separando canteros de lechugas y tomates por donde circulaban los Cadillac, Citroen y las camionetas Willys. Un espacio para el jardín de la abuela con sus rosas rojas, las achiras, claveles, jazmines y madreselvas que trepaban al palo del cargador Whincharger que durante los días de viento abastecía las baterías. En el centro del terreno la cachimba que durante el invierno se parecía a una lágrima congelada y durante el verano servía de heladera para el vino del abuelo que llegaba al fondo dentro de una bolsa de arpillera. Era realmente un manantial inagotable de agua fresca. A pocos metros el pequeño galpón donde se acumulaban las cosas más insólitas transformadas en chatarra y jamás recuperables. Bien al fondo, entre los yuyos y un cañaveral el “escusado” y finalmente el gallinero. También por aquellos años se destacaban las visitas de algunos familiares que llegaban en sulky o en la ONDA desde Costa de Pelotas o Potrero Grande trayendo zapallos, boniatos, pan casero y algún cordero. Hoy estamos en el 2015, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Todo es historia y las casas de los abuelos que nunca tuvieron berretines de integrarse al patrimonio histórico de la ciudad, sirven como ejemplo para apuntalar el trabajo que vienen realizando los vecinos, para salvar  edificios que también se encuentran amenazados por la voracidad inmobiliaria.
 “EL  BARRIO RESPIRA LOS TIEMPOS DE ANTES,
 LA  LLUVIA DE OTOÑO,  AQUELLA ILUSIÓN..
 DICEN QUE SE FUE,  DICEN QUE  ESTA ACÁ...
 DICEN QUE SE HA MUERTO,  DICEN QUE VOLVERÁ.”  

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