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viernes, 2 de septiembre de 2016

Mujeres Gritonas Por Lilly Morgan



Eran las seis de la mañana y ya casi había terminado de levantar y lavar las cosas del desayuno, cuando Laurita se acordó de lo que no se había acordado de decirle a su marido mientras compartían la mesa.
Asomó un poco la cabeza por la ventana de la cocina y gritó: -“¡Rosendo…! No te olvides que hoy tenemos que ir al pueblo a comprar las cosas del colegio para los gurises!”-. El grito saltó por la ventana, rodó por sobre los canteros de los malvones, pegó la vuelta a la casa y llegó, amontonando a las palabras que se fueron chocando y encimando una sobre otra, hasta el galpón, en donde Rosendo terminaba de ensillar al oscuro mala cara, que ese día, por alguna razón, tenía más mala cara que de costumbre.
El hombre se hizo el distraído, dándole tiempo a la frase a recomponerse y ponerse en el orden establecido como para que se entendiese el mensaje de la mujer y no fuesen solo un montón de palabras desparramadas por el piso. Luego, apartando a las gallinas que corrían apresuradas a ver si quedaba alguna migaja de letra suelta que se podrían comer, tomó al caballo de las riendas , salió del galpón y a paso lento se dirigió para el lado de la tranquera mientras pensaba que abrir esa ventana en la cocina, justo para ese lado, había sido una pésima idea.
Laurita lo vio pasar a su marido frente a sus narices, lo dejó alejarse unos diez metros y volvió a gritar. –“¡Rosendo!”- Y como era su costumbre y solo porque le gustaba como sonaba, ponía énfasis en la e del Rosendo. –“¡Roseeendo! ¿Escuchaste lo que te dije?”- gritó y lo hizo como si su marido estuviese todavía en el galpón y no allí nomás, tan cerca que le podía tirar la tostada quemada que ninguno de los dos quiso comer, por la cabeza.
Como única señal de consentimiento, Rosendo levantó una mano y desapareció detrás de los molles que flanqueaban a la tranquera.
La mujer suspiró y se fue a despertar a los gurises para que tomasen el desayuno. Pero mirando la hora, decidió que los dejaría dormir un rato más. Ya se vendrían los madrugones para ir a la escuela. Por lo tanto cambió el rumbo y marchó hacia el gallinero para alimentar a las gallinas y levantar los huevos que religiosamente ponían a diario sus protegidas plumíferas, que así le agradecían el hecho de saber que por orden estricta de la humana, ninguna de ellas terminaría en una olla rodeada de papas y zanahorias. Esa imposición de Laurita había sido larga e infructuosamente resistida y discutida por Rosendo. A quien le gustaba comer, al menos una vez a la semana, un buen guiso de gallina. Pero su mujer se había plantado firme en sus escasos un metro y cincuenta y cuatro centímetros de estatura, amenazándolo con echarlo de su campo, su casa, su gallinero. Y todos esos “sus” eran concretos y literales. El campo era herencia familiar de Laurita y ella no dejaba jamás de esgrimir ese pequeño detalle a la hora de discutir que se hacía y que no se hacía, en la chacra. Y lo hacía a los gritos, sobresaltando a cuanto bicho anduviese cercano a la casa y hasta a las garzas y teros que vivían en el bañado del fondo. Porque Laurita había pulido, lijado y afinado su don de hablar gritando a tal punto, que ya casi podía considerarse un estilo propio y digno de patentar.
Desde que descubriese a sus doce años que nunca llegaría a tener una altura que sobrepasase, con suerte, el metro con cincuenta, pero sobretodo que ser una mujer nacida en un medio rural, significaba estar un escalón más abajo que los varones, Laurita entendió que lo que le faltaba en centímetros y en genitales adecuados para el entorno, debería compensarlo con potencia en la voz si quería ser vista y escuchada en un mundo que tendería a ignorarla. Gritó en su casa para hacerse escuchar y respetar por sus hermanos. Gritó en la escuela para defenderse de los patoteros y patoteras que intentaron molestarla. Gritó para que las maestras supieran que ella era bajita de carcasa, pero que adentro había una mente digna de una científica europea. Y lo probó graduándose con las mejores notas de la clase y de la escuela primaria. Pero al liceo no fue, a pesar de sus gritos y llantos, porque tuvo que quedarse en casa ayudando a su madre. Que también gritó un poco en su favor, pero no lo suficiente.
Cuando conoció a Rosendo, gritó para que este la viese y se acercase lo suficiente para darse cuenta que esa niñita bonita que él había tomado por la hermanita menor de algunas de las chicas del baile en el pueblo, era una adolescente de diecisiete años, desparramando hormonas como si se estuviese por acabar el mundo. Y se casó con él y cumplió con su mandato rural: casarse, tener hijos y atender a su marido. Pero siempre gritando para conseguir las cosas.
Así fue pues, que Rosendo se había tenido que acostumbrar a que si quería comer guiso de gallina, había que comprarse una en la carnicería del pueblo. Y traerla a escondidas para que no la viesen las gallinas de Laurita. Para que no se impresionasen y del shock dejaran de poner huevos o de criar a sus pollitos.
Y ahora, con el sol desperezándose en el horizonte y mientras alimentaba a sus adoradas hijas del corazón, Laurita tenía claro que iba a tener que utilizar el arte de gritar para convencer a Rosendo que su hija Celina siguiese yendo a la escuela. Y empezara liceo. Porque Rosendo, fiel a las costumbres rurales, pensaba que no valía la pena. Que con terminar la primaria era suficiente. Total, Celina encontraría novio enseguida y para antes de los dieciocho años, estaría casada y pariendo hijos. Ayudando a su marido en el campo. Como lo había hecho ella, le decía y tan mal no le había ido. Y ella hacía un esfuerzo supremo para que ese grito, el secreto, el que era un alarido, no saliese de su garganta y como un tsunami barriese con todo lo que encontrase en su camino. Incluyendo a Rosendo.
Laurita terminó de darle de comer a las gallinas y se quedó mirando como el sol perseguía a la niebla matinal hasta que esta, agotada, aceptaba su derrota y corría a refugiarse en la cañada.
Fue hasta el corral de Hortensia, la lechera y la dejó salir a la pradera de trébol. Y con un grito que provocó que la vieja vaca saliese corriendo como si fuese una ternera, le dijo que su hija Celina iba a ir al liceo y si quería, después seguiría una carrera universitaria. Y luego decidiría si quería casarse, tener hijos y ejercer o no su profesión. Porque ella, su madre, tenía el as en la manga que su madre no tuvo: la chacra era suya. Y eso, en el entorno rural, la hacía valer casi tanto como un hombre. Y así como las gallinas no se comían, su hija tendría la oportunidad de estudiar y elegir qué quería hacer con su la vida.
Laurita suspiró profundo y volvió para la casa a despertar a los gurises, ordenar, limpiar los cuartos y empezar a preparar el almuerzo. Y empezó a pulir su mejor grito para cuando llegase Rosendo. Para que Celina no tuviese nunca la necesidad de gritar.

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