Por Hugo Giovanetti Viola
Enrique Estrázulas saltó a la notoriedad tontovideana en 1968, cuando su segundo poemario terminó llegando a placé en un importante concurso nacional y Juan Carlos Onetti, haciendo renacer al legendario Periquito el Aguador, apedreó Marcha con un suelto donde no sólo profetizaba que el autor de Fueye iba
a ser insoslayable en nuestro futuro literario sino asombrándose
sarcásticamente, además, de que algún otro plumífero incipiente pudiese
haberle ganado.
Yo
era muy joven como para darme cuenta de que aquel pequeño y saludable
escándalo era digno de los tsunámicos despelotes novecentistas, pero en
el ambientún culturoso no pasó nada. Marcha ya se había vuelto una fariseica pasarela del glamour y el charco ninguneó olímpicamente la provocación del Viejo.
A mí me sirvió, en cambio, para comprar Fueye,
deslumbrarme con la garra gardelera y vallejiana de aquella poesía tan
refinadamente sufridora y me las arreglé para localizar al Quique en la
redacción de El País y pedirle que me firmara un ejemplar.
Charlamos
un rato largo, y recién al bajar a la calle pude vichar la dedicatoria
donde el hombre-muchacho de prestancia patricia me pedía que no creyera
en las mentiras de Onetti.
Otra
cosa que hice fue rastrear al ganador del concurso, que ya vedetteaba
en la página literaria de un diario independiente de la época, y me di
cuenta enseguida que atrás de lo que escribía nunca iba a existir nadie.
(Con
el tiempo hizo muchísima “carrera” literaria, aquí y en Yanquilandia,
garrapateó ponciopilatianamente a la guerrilla para lucirse en Cuba,
fue catedrático de Humanidades y terminó siendo uno de los figurones
culturales más paupérrimos y calamitosos de la administración
mujiquista.)
Yo me reencontré con Estrázulas recién al volver de París en el 75, cuando él ya trabajaba en la página literaria de El Día, donde colaboró con la difusión de muchísima gente sin hacer distinciones de ningún tipo.
(Al
él, sin embargo, el ambientún internacionalista ya lo había excomulgado
de por vida desde que votó a Wilson Ferreira Aldunate en el 71, pero
durante la dictadura no hubo más remedio que usarlo
simpatiquísimamente.)
Y
me acuerdo, Quique, que una tarde muy soleada de otoño nos cruzamos en
un boliche de 21 de setiembre, nos tomamos dos jarras de tinto y pasamos
a buscar a tu hijita María porque yo me ofrecí a arrimarlos a Malvín en
la camioneta de mi padre. Y a la altura de la Isla de las Gaviotas se
me ocurrió doblar por Enrique Estrázulas y decirle a la niña de tus ojos
que la calle se llamaba así en homenaje a vos y ella miraba los
cartelitos de las columnas y la inocencia le resplandecía como en una
Mañana de Reyes.
Hace pocos años nos vimos en un acto que hubo en Agadu y me dijiste que nunca te ibas a olvidar del paseo por Malvín.
Ahora
te están velando y te confieso que recién acabo de entender,
escribiendo esta paginita recordatoria, que aquella tarde fuimos tres
niños anclados en el paraíso, como escribiste a propósito de Pepe Corvina.
Y que esa fue tu obsesión desde que empezaste a sentirte solo como un clavo en una pieza que nunca más abrieron: ver entornarse la puerta que Charlie Parker le hizo soñar a Julio para que contemplara un rayo de eternidad radiante.
Y todo esto te lo cuento directamente a vos porque Onetti tenía razón y después que escribiste Carta a mi padre te transformaste en un poeta insoslayable de la literatura de todos los tiempos.
Acordate que al final el huérfano sentencia: No olvides / que después de la muerte ya no hay otra.
Y yo también creo eso.
Así que sosegadamente me despido con un “Hasta pronto, hermano”.
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