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jueves, 10 de marzo de 2016

ENRIQUE ESTRÁZULAS (1942 – 2016) - EL TATUAJE DEL PARAÍSO



Por Hugo Giovanetti Viola

Enrique Estrázulas saltó a la notoriedad tontovideana en 1968, cuando su segundo poemario terminó llegando a placé en un importante concurso nacional y Juan Carlos Onetti, haciendo renacer al legendario Periquito el Aguador, apedreó Marcha con un suelto donde no sólo profetizaba que el autor de Fueye iba a ser insoslayable en nuestro futuro literario sino asombrándose sarcásticamente, además, de que algún otro plumífero incipiente pudiese haberle ganado.

Yo era muy joven como para darme cuenta de que aquel pequeño y saludable escándalo era digno de los tsunámicos despelotes novecentistas, pero en el ambientún culturoso no pasó nada. Marcha ya se había vuelto una fariseica pasarela del glamour y el charco ninguneó olímpicamente la provocación del Viejo.

A mí me sirvió, en cambio, para comprar Fueye, deslumbrarme con la garra gardelera y vallejiana de aquella poesía tan refinadamente sufridora y me las arreglé para localizar al Quique en la redacción de El País y pedirle que me firmara un ejemplar.

Charlamos un rato largo, y recién al bajar a la calle pude vichar la dedicatoria donde el  hombre-muchacho de prestancia patricia me pedía que no creyera en las mentiras de Onetti.

Otra cosa que hice fue rastrear al ganador del concurso, que ya vedetteaba en la página literaria de un diario independiente de la época, y me di cuenta enseguida que atrás de lo que escribía nunca iba a existir nadie.

(Con el tiempo hizo muchísima “carrera” literaria, aquí y en Yanquilandia, garrapateó  ponciopilatianamente a la guerrilla para lucirse en Cuba, fue catedrático de Humanidades y terminó siendo uno de los figurones culturales más paupérrimos y calamitosos de la administración mujiquista.)

Yo me reencontré con Estrázulas recién al volver de París en el 75, cuando él ya trabajaba en la página literaria de El Día, donde colaboró con la difusión de muchísima gente sin hacer distinciones de ningún tipo.

(Al él, sin embargo, el ambientún internacionalista ya lo había excomulgado de por vida desde que votó a Wilson Ferreira Aldunate en el 71, pero durante la dictadura no hubo más remedio que usarlo simpatiquísimamente.)

Y me acuerdo, Quique, que una tarde muy soleada de otoño nos cruzamos en un boliche de 21 de setiembre, nos tomamos dos jarras de tinto y pasamos a buscar a tu hijita María porque yo me ofrecí a arrimarlos a Malvín en la camioneta de mi padre. Y a la altura de la Isla de las Gaviotas se me ocurrió doblar por Enrique Estrázulas y decirle a la niña de tus ojos que la calle se llamaba así en homenaje a vos y ella miraba los cartelitos de las columnas y la inocencia le resplandecía como en una Mañana de Reyes.

Hace pocos años nos vimos en un acto que hubo en Agadu y me dijiste que nunca te ibas a olvidar del paseo por Malvín.

Ahora te están velando y te confieso que recién acabo de entender, escribiendo esta paginita recordatoria, que aquella tarde fuimos tres niños anclados en el paraíso, como escribiste a propósito de Pepe Corvina.

Y que esa fue tu obsesión desde que empezaste a sentirte solo como un clavo en una pieza que nunca más abrieron: ver entornarse la puerta que Charlie Parker le hizo soñar a Julio para que contemplara un rayo de eternidad radiante.

Y todo esto te lo cuento directamente a vos porque Onetti tenía razón y después que escribiste Carta a mi padre te transformaste en un poeta insoslayable de la literatura de todos los tiempos.

Acordate que al final el huérfano sentencia: No olvides / que después de la muerte ya no hay otra.

Y yo también creo eso.

Así que sosegadamente me despido con un “Hasta pronto, hermano”.

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