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Les juro a ustedes,
con una mano sobre la primera edición de El cetro de Ottokar, que
cuanto voy a contar es cierto. Acabo de sufrirlo en la habitación de
un hotel español nuevo y flamante, dotado con todos los adelantos
tecnológicos imaginables. Un lugar de vanguardia tan avanzada que te
deja de pasta de boniato.
La primera en la
frente fueron las luces. Allí no había conmutadores normales, de
esos que les das, clic, clac, y encienden y apagan. Había unos
sensores planos de colorines, que según acercabas un dedo encendían
cosas de modo aleatorio, a su rollo. Todas de golpe o una a una,
dabas a ésta y se encendía o apagaba aquélla, tocabas la de la
mesilla de noche y se iluminaba un armario, o el cuarto de baño, y
así todo el rato. No había forma de aclararse. Y para más
recochineo, la habitación estaba iluminada a la moda de ahora, con
coquetos puntos de luz que dejaban el resto en penumbra; lo que es
precioso, pero tiene la pega de que no ves un carajo. Además, las
pocas luces estaban situadas en lugares divinos, pero no donde las
necesitabas, por ejemplo, para leer. Así que estuve un rato moviendo
muebles para colocarlos donde podía verse algo; con el simpático
detalle de que al ir y venir en la penumbra, más ciego que un topo,
una manija de una puerta, estilizada, larga y bellísima de diseño,
se me enganchó en el bolsillo de la chaqueta, rasgándolo.
Blasfemé, lo
confieso. Algo sobre el copón de Bullas. Por suerte tenía otra
chaqueta, pero al ir a colgarla se le cayó un botón. La alfombra
era de las que más detesto en el mundo. Si la moqueta me parece ya
una guarrería infame, calculen mis sentimientos ante una alfombra
peluda de medio palmo de espesor, con rayas de cebra, entre cuya
fronda podría camuflarse una boa constrictor. Por pura ley de
Murphy, el botón cayó entre el pelamen; y con la falta de luz
estuve diez minutos a cuatro patas, buscándolo con las gafas de leer
puestas, mientras mis blasfemias subían de tono, cuestionando ya los
más sagrados Misterios. Y de ahí para arriba.
El siguiente
episodio fue la tele. Vi un mando, presioné la tecla, y lo que se
descorrieron fueron las cortinas de la ventana, que ya nunca pude
volver a correr. Al fin, con otro mando que parecía perfecto para
abrir cortinas, encendí la tele. «Bienvenido, señor Pérez», dijo
una voz cantarina sobre una imagen del hotel. Quise ver el
telediario, pero el televisor me exigió una complicada serie de
datos que incluían mi nombre, número de habitación y algo así
como código Waca Plus –que sigo sin tener ni idea de qué podía
ser–. Pese a ello, introducido todo, o casi, la tele se negó a
pasar a los canales. Quise apagarla, pero no había manera de
apagarla del todo, porque se encendía ella sola cada diez minutos, y
cada vez la misma voz repetía: «Bienvenido, señor Pérez».
Les ahorro la noche.
La cortina abierta de piernas, con la luz de las farolas de la calle
dándome en la cara –con ésa sí habría podido leer–, y el
televisor encendiéndose solo, «Bienvenido, señor Pérez», cada
diez minutos. Además, cuando quise mirar el reloj en la mesilla debí
de tocar algún sensor o algo, porque los pies de la cama se
levantaron, zuuuuum, y me quedé con ellos en alto y toda la sangre
congestionándome la cabeza. A punto de nieve para el derrame
cerebral.
Al fin llegó el
alba. Yo había notado ya que el grifo del lavabo no era un grifo,
sino un caño misterioso que requería ciertos pases mágicos
alrededor para que saliera el chorro de agua. Y con la ducha pasaba
lo mismo. Me puse enfrente, empecé el abracadabra, y ni flores. Al
fin, al hacer no sé qué movimiento, brotó el agua de la ducha.
Fría, no, oigan. Ártica. Salté hacia atrás, empapado, y me quedé
allí intentando desesperadamente resolver el problema. Entre el
mando –que seguía sin saber cómo funcionaba– y yo se interponía
el chorro gélido de la ducha. Al fin me dije: vamos, chaval.
Sobreviviste a los puentes de Bijela, así que échale cojones. De
modo que tomé aire, me metí bajo el chorro –mis blasfemias debían
ahora de oírse en la calle– y estuve dando pases mágicos hasta
que al fin, al borde ya de la congestión pulmonar, salió de pronto
un chorro de agua hirviendo que me abrasó la piel. Y cuando al cabo,
exhausto, apoyado en los azulejos bajo un chorro más o menos
regulado, miré al suelo, comprobé que el arquitecto, o su puta
madre, habían diseñado un plato de ducha sin escaloncito, a ras con
el piso, y que por debajo de la puerta de cristal se había ido el
agua, que ahora corría alegre por toda la habitación, anegándola.
Y mientras, en el televisor, la amable voz femenina seguía
repitiendo cada diez minutos: «Bienvenido, señor Pérez».
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