Recientemente leí acerca de un servicio no convencional ofrecido en el Hotel Byron, un famoso balneario de la Riviera italiana, frecuentado por los ricos y famosos. Los
huéspedes tienen a su disposición un psicoterapeuta políglota, cuyo
objetivo es ayudarles a superar su dependencia de los teléfonos móviles, y si es necesario, del Twitter y todos los demás medios adictivos de comunicación social, que han inducido a todo un nuevo nivel de neurosis.
A principios de los años 90, cuando los teléfonos móviles aún no estaban en todas partes, escribí acerca de los “poseedores de teléfonos celulares” –un neologismo que acuñé, emulando a los “portadores de la antorcha”– que trataban de llamar la atención sobre sí mismos en los trenes y en los aeropuertos gritando a voz de cuello sobre el comercio de acciones, préstamos bancarios y otros negocios. Comenté que su comportamiento era un signo de inferioridad social: quien era verdaderamente poderoso no necesitaba tener teléfonos celulares, ya que tenían 20 secretarios contestando las llamadas; las personas que necesitaban los teléfonos móviles eran los gerentes de nivel medio, que tenían que informar constantemente a sus directores generales, y los dueños de empresas pequeñas que atendían las llamadas de su banco.
Mi evaluación sobre los poseedores de teléfonos tenía que ver más con su estatus social que con su neurosis potencial, porque en ese momento era muy posible que, en privado, estos exhibicionistas dejaran a un lado sus teléfonos y calladamente se dedicaran a sus negocios. Sin duda, ya no es así. Justo el otro día, noté a cinco personas que caminaban a mi lado: dos estaban haciendo llamadas, dos enviando mensajes de texto tan frenéticamente que corrían el riesgo de tropezar y caer, y una mujer caminando con su teléfono en la mano, lista a responder a cualquier tono o timbre que pudiera emitir. Conozco a un hombre bastante culto y distinguido que se deshizo de su Rolex porque hoy en día, dijo, puede ver la hora con sólo mirar su BlackBerry. Tecnológicamente hablando, es obvio que esto representa un paso adelante –tener pequeños pero potentes computadoras a nuestro alcance en todo momento– pero también un paso hacia atrás. Después de todo, el reloj de pulsera ofreció a la gente una alternativa a estar sacando constantemente el reloj de bolsillo de su chaleco (o, supongo, caminando con los relojes de abuelo atado a sus espaldas). Pero mientras el reloj de pulsera liberó nuestras manos, el teléfono inteligente las monopoliza. Mi amigo cambió su Rolex por un dispositivo que tiene una de sus manos constantemente ocupada.
Es como si hubiésemos decidido colectivamente atrofiar uno de nuestros miembros, a pesar de que sabemos que tener dos manos con los pulgares opuestos ha contribuido enormemente a la evolución de nuestra especie. Y en los días cuando la gente utilizaba plumas de ganso para escribir, requería usar una sola una mano; pero hoy en día se necesitan dos para escribir en un teclado, por lo que el poseedor de un celular no puede utilizar el teléfono y su computadora al mismo tiempo. De nuevo, supongo que un adicto al teléfono móvil no tiene necesidad de una computadora (ese objeto ya casi prehistórico) porque puede usar el teléfono para acceder a Internet, enviar mensajes de texto y correos electrónicos, y –creo que siguen haciendo eso también– llamar a otra persona.
Por supuesto, y no soy el primero en señalarlo, otra manera de demostrar que la tecnología móvil es a la vez un paso adelante y un paso atrás es que, por mucho que nos conecte virtualmente, también interrumpe el tiempo que dedicamos a estar juntos, frente a frente. La película italiana ‘L’Amore è Eterno Finchè Dura (El amor es eterno mientras dura) ofrece un ejemplo extremo en una escena en la que una joven insiste en responder mensajes urgentes mientras tiene relaciones sexuales.
Una vez concedí una entrevista a una periodista española, una mujer con aire de culta e inteligente que, en su artículo, observó con asombro que nunca había interrumpido nuestra conversación para contestar el teléfono. Y por eso decidió que yo estoy muy bien educado. Tal vez nunca se le ocurrió que había apagado mi celular para evitar interrupciones –o que no tenía un teléfono celular.
A principios de los años 90, cuando los teléfonos móviles aún no estaban en todas partes, escribí acerca de los “poseedores de teléfonos celulares” –un neologismo que acuñé, emulando a los “portadores de la antorcha”– que trataban de llamar la atención sobre sí mismos en los trenes y en los aeropuertos gritando a voz de cuello sobre el comercio de acciones, préstamos bancarios y otros negocios. Comenté que su comportamiento era un signo de inferioridad social: quien era verdaderamente poderoso no necesitaba tener teléfonos celulares, ya que tenían 20 secretarios contestando las llamadas; las personas que necesitaban los teléfonos móviles eran los gerentes de nivel medio, que tenían que informar constantemente a sus directores generales, y los dueños de empresas pequeñas que atendían las llamadas de su banco.
Mi evaluación sobre los poseedores de teléfonos tenía que ver más con su estatus social que con su neurosis potencial, porque en ese momento era muy posible que, en privado, estos exhibicionistas dejaran a un lado sus teléfonos y calladamente se dedicaran a sus negocios. Sin duda, ya no es así. Justo el otro día, noté a cinco personas que caminaban a mi lado: dos estaban haciendo llamadas, dos enviando mensajes de texto tan frenéticamente que corrían el riesgo de tropezar y caer, y una mujer caminando con su teléfono en la mano, lista a responder a cualquier tono o timbre que pudiera emitir. Conozco a un hombre bastante culto y distinguido que se deshizo de su Rolex porque hoy en día, dijo, puede ver la hora con sólo mirar su BlackBerry. Tecnológicamente hablando, es obvio que esto representa un paso adelante –tener pequeños pero potentes computadoras a nuestro alcance en todo momento– pero también un paso hacia atrás. Después de todo, el reloj de pulsera ofreció a la gente una alternativa a estar sacando constantemente el reloj de bolsillo de su chaleco (o, supongo, caminando con los relojes de abuelo atado a sus espaldas). Pero mientras el reloj de pulsera liberó nuestras manos, el teléfono inteligente las monopoliza. Mi amigo cambió su Rolex por un dispositivo que tiene una de sus manos constantemente ocupada.
Es como si hubiésemos decidido colectivamente atrofiar uno de nuestros miembros, a pesar de que sabemos que tener dos manos con los pulgares opuestos ha contribuido enormemente a la evolución de nuestra especie. Y en los días cuando la gente utilizaba plumas de ganso para escribir, requería usar una sola una mano; pero hoy en día se necesitan dos para escribir en un teclado, por lo que el poseedor de un celular no puede utilizar el teléfono y su computadora al mismo tiempo. De nuevo, supongo que un adicto al teléfono móvil no tiene necesidad de una computadora (ese objeto ya casi prehistórico) porque puede usar el teléfono para acceder a Internet, enviar mensajes de texto y correos electrónicos, y –creo que siguen haciendo eso también– llamar a otra persona.
Por supuesto, y no soy el primero en señalarlo, otra manera de demostrar que la tecnología móvil es a la vez un paso adelante y un paso atrás es que, por mucho que nos conecte virtualmente, también interrumpe el tiempo que dedicamos a estar juntos, frente a frente. La película italiana ‘L’Amore è Eterno Finchè Dura (El amor es eterno mientras dura) ofrece un ejemplo extremo en una escena en la que una joven insiste en responder mensajes urgentes mientras tiene relaciones sexuales.
Una vez concedí una entrevista a una periodista española, una mujer con aire de culta e inteligente que, en su artículo, observó con asombro que nunca había interrumpido nuestra conversación para contestar el teléfono. Y por eso decidió que yo estoy muy bien educado. Tal vez nunca se le ocurrió que había apagado mi celular para evitar interrupciones –o que no tenía un teléfono celular.
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