Por Juan Arias
Me han contado que el papa Francisco cuando estuvo aquí en Brasil, confió que su decisión de prescindir de los aposentos pontificios para seguir viviendo en la residencia de Santa Marta, además de los aludidos motivos por él apellidados de “siquiátricos”, ya que no resistiría vivir sólo, se debió también al miedo de ser víctima de los servicios secretos del Vaticano.
Todas las cancillerías del mundo saben muy bien que los servicios informativos de la Santa Sede son, sin duda, los más eficaces del mundo, más incluso que los del Mosad. Me lo explicó una vez el jefe de los servicios secretos militares de Italia. Según él, ningún otro país goza de una capilaridad de información como el Vaticano a través de las Nunciaturas Apostólicas, que a su vez están relacionadas con todos los obispos y sacerdotes del país en que actúan. Cuenta además el Vaticano con las informaciones del más de un millón de religiosos y del medio millón de religiosas, esparcidas por los cinco continentes.
Sin contar, me decía el militar italiano, con la información privilegiada recibida en cientos de miles de confesionarios del mundo. Fue así que la Iglesia supo antes que nadie, cuando eligió en el cónclave al papa polaco Karol Wojtyla, que el comunismo soviético se estaba desmoronando.
El pequeño Estado Vaticano, mientras cuenta, seguramente, con unos formidables servicios secretos de información, es el menor del mundo, con sólo 44 hectáreas de superficie y poco más de mil habitantes. Al mismo tiempo es el territorio más espiado del mundo. “Allí, son espiadas hasta las piedras”, me decía un monseñor romano.
Yo mismo fui testigo de ello cuando, durante la dictadura franquista, la embajada española en Roma de Sánchez Bella, tenía colocados espias en los palacios pontificios. Era entonces substituto de la Secretaría papal- el número tres de la alta jerarquía vaticana- Mons. Giovanni Benelli, que había trabajado en la Nunciatura de Madrid, donde yo lo había conocido.
Era Benelli gran amigo del entonces papa Pablo VI. Siendo yo corresponsal del desaparecido vespertino PUEBLO de Madrid, me convidaba a veces a comer en su pequeño aposento de la Secretaría de Estado, a pocos metros de los despachos del papa.
Me invitaba a comer tarde. “A esta hora, los espías de su embajada ya se han ido a almorzar”, me decía en voz baja como con miedo a que escucharan hasta las paredes.
La eficacia de los servicios secretos vaticanos es un arma de doble filo para los papas, ya que están en manos de la jerarquía vaticana, sobretodo de la Secretaría de estado del Vaticano y en los personajes más influyentes de la Curia. Y lo van a ser de modo especial para el rebelde papa Francisco que tiene atemorizada a la Curia.
Si esas jerarquías comulgan con el papa de turno, también él puede beneficiarse de dichos servicios secretos. Si, al revés, el papa entra en conflicto con ellas, los servicios secretos de información pueden revolverse contra él como un boomerang.
Es lo que aconteció seguramente con el fallecido Juan XXIII, que cuando a sorpresa convocó el Concilio Vaticano II, y la Curia vio que deseaba darle un carácter progresista, hasta intentaron declararlo mentalmente inepto para continuar en el cargo. Quién condujo la operación fue el entonces cardenal arzobispo de Génova, Giuseppe Siri, líder de los cardenales conservadores italianos.
La fuerza de esos secretos vaticanos, la ha sufrido recientemente en su carne el papa emérito, Benedicto XVI, que confió a su sucesor Francisco, que le habían declarado la guerra internamente. Acabó secuestrado él y hasta sus documentos más personales por sus mismos servicios secretos. Cuando un papa, en el pasado, se encerraba en los aposentos pontificios que Francisco ha rechazado, entraba en una cárcel de oro cuya llave quedaba en manos de las jerarquías que tenían el control de la información. Ellos decidían a quién el papa podía ver o no. El arzobispo de El Salvador, Mons.Oscar Romero, por ejemplo, esperó tres meses para poder tener una audiencia con el entonces papa Juan Pablo II.
Al ver que no conseguía llegar hasta el papa, Mons. Romero se colocó un día en primera fila de una audiencia general del papa Wojtyla en la plaza de San Pedro y cuando pasó a su lado se presentó y le dijo: “Necesito hablarle, y no me dejan llegar hasta su Santidad”.
El papa, encerrado en sus aposentos pontificios se convierte en un huésped de lujo, en manos de la media docena de personas que lo rodean. Sabiendo eso, el papa Francisco, consciente de que la periferia de la Iglesia lo escogió precisamente para hacer una limpieza a fondo de la parte corrompida Curia Romana y de los mecanismos bancarios y financieros del Vaticano, quiso vivir fuera de aquella cárcel.
La única forma de ponerse a salvo de los tiros de sus propios servicios secretos que podrían, como con el papa Ratzinger, ser usados contra él, se ha buscado la forma de rodearse de un servicio de contraespionaje, sirviéndose de la contrainformación que en el hotel donde vive le brindan los eclesasticos, obispos o sacerdotes llegados a Roma de la periferia de la Iglesia a quienes la Curia nunca les hubiera dado acceso si viviera en los aposentos vaticanos.
En el hotel donde ha decidido vivir, el papa Francisco puede encontrarse con quién desee sin pasar por las horcas caudinas de la Secretaría de Estado poblada de espías y micrófonos ocultos.
Francisco ha escogido la única libertad que podrá salvarle de las intrigas, las zancadillas y las ratoneras que hicieron imposible poder continuar en su puesto al intelectual papa alemán.
Un botón de muestra de cómo necesitará, en lo posible, sentirse libre de la vieja guardia vaticana lo fue la inesperada entrevista televisiva concedida aquí en Río al periodista brasileño, Gerson Camarotti de Globo News.
La decisión inédita de conceder aquella entrevista la tomó el papa personalmente sin consultar con nadie de su séquito vaticano. “Me avisaron de la entrevista y me pidieron que no lo comentara con nadie, del séquito papal que lo acompañaba desde Roma en su avión”, me contó Camarotti, porque no había sido informado ni siquiera el jefe de prensa de la Santa Sede, el jesuita padre Ricardo Lombardi.
De hecho, algo también insólito en cualquier jefe de Estado o Presidente de la República, y más en un papa, la entrevista tuvo lugar a puertas cerradas, sin testigos. Estuvieron solos el papa y el periodista.
Puesto que los papas anteriores nunca habían dado entrevistas individuales, Francisco debió temer que si lo consultaba con los de su séquito se lo hubieran desaconsejado.
Francisco decidió en libertad algo que deberá seguir haciendo si de verdad quiere poder responder a los deseos de los cristianos que están aplaudiendo su espíritu de libertad y su pulso para imponerse a las cadenas que la Curia suele colocar en manos y pies de los papas.
Más que de sus servicios secretos, Francisco tendrá que hacer uso cotidianamente de la contrainformación que él necesitará irse construyendo. Ha sido esa una de las confidencias que hizo aquí en Brasil con religiosos de su confianza.
Su mejor escudo contra las intrigas del poder interno que lo rodea son esas manos de la gente levantadas a su favor que aparecen visiblemente simbólicas, como para protegerlo, en la foto que sigue.
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