Por fin
parece que va a llover. Ya está tronando lindo y para el lado de
Castillos está meta relampaguear. Ojalá que sea una lluvia en
serio. Porque últimamente se prepara todo como si fuese a venir el
diluvio universal, y luego caen cinco gotas locas que sólo sirven
para refrescar a los sapos que se instalaron en la aguada nueva. Que
todavía es apenas un charquito con un poco de agua barrosa. Yo no
se cómo hicieron los sapos para enterarse de la novedad, ya que yo
podría haber contratado a Don Hugo y su retro, para que me hiciese
una muralla china, versión oriental, para protegerme de los
enemigos, y no un tajamar. Tal vez el dato se lo pasaron los
duendes del bosque. Ellos sí podían ver lo que estaba pasando, y,
más que nada, oír el ruido que hacía la máquina infernal. Pero
dudo que los sapos tengan mucho diálogo con los duendes. Salvo algún
breve intercambio de palabras, tipo: -“Por favor Sr. Duende, no me
coma que tengo 5 hijitos, mujer legítima y una ranita preciosa de
amante”-. Y el duende le contestaría: - “Lo siento man, pero yo
también tengo 5 hijos, una mujer legítima y, oh casualidad, una
ranita preciosa de amante. Pero, más que nada, tengo hambre.”- Fin
del diálogo. Y del pobre sapo. Tampoco sé la razón por la cual los
sapos emigraron de la aguada vieja, rebosante de agua y vegetación,
a la nueva. Ni mucho menos tengo idea de cómo hicieron para caminar
casi 200 metros cuesta arriba, para llegar. Y cómo supieron para qué
lado ir. No creo que la hayan buscado por Google. Porque acá, eso
funciona muy mal. No sé, supongo que habrán olido el agua. Como la
huelo yo, ahora que al fin se ha largado a llover con todo. Si sigue
así, este año va a ser un buen año. “Más vale un mal año que
un mal vecino”, dicen los del campo. Y tienen razón. Que horrible
es tener un vecino tipo Homero Simpson. Muy gracioso para verlo por
televisión, pero para nada cuando se lo tiene ahí nomás, pegado al
alambrado. Opinando como hay que hacer esto o aquello. Hasta
tomándose el atrevimiento de darle órdenes al peón ajeno. O
tirando la basura por cualquier lado, para que luego el viento la
desparrame por los campos linderos. Carneando vacas y dejando las
achuras tiradas al sol. Todas podridas y llenas de moscas. Y dejando
que sus pobres perros coman de ahí. Haciendo chistes machistas,
groseros y hasta ofensivos. Mala suerte tuve con tener a Homero como
vecino rural. Por suerte, el resto de mis vecinos, son gente
educada, cordial y respetuosa. Ni siquiera han hecho alusión alguna,
a mi estilo de vida tan peculiar. Porque yo confieso, un tanto
avergonzada, que soy naturista, ecologista y defensora del medio
ambiente. Somos muy pocos los adictos a esta cuasi secta naturista.
Aparte de mí, sólo se me ocurre uno: el ex vicepresidente de Usa,
Al Gore, que ganó el premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para
detener el recalentamiento global. Y alguna que otra persona loquita,
tipo así. Es muy raro este vicio. Pero no puedo remediarlo. He
intentado abandonarlo, pero sin éxito alguno. Pero mis vecinos,
salvo el Homero Simpson, me soportan estas rarezas sin decir ni mu.
Mu decían las 23 vacas que Homero me ofreció para que se comieran
mi abundante pasto. Para que no creciera tan alto. ¿Viste? Que según
él, era malo para las perdices. Tan bueno es el hombre, que no
quería cobrarme nada por el favor. –“Es sólo para ayudarla a
Ud.-me dijo- No le voy a cobrar ni un peso por el trabajo de las
vacas.”- Yo no le acepté la generosa oferta porque, la verdad, me
dio vergüenza abusar de ese modo de su bondad. Y eso que me lo
ofreció unas cuantas veces. Casi como si fuese en verdad una orden,
y no una sugerencia con buena onda. Buena de verdad, está la lluvia
que cae mansa sobre el montón de pasto que sigo teniendo, para
felicidad de mis caballos. Y de los sapos. Como sapo de otro pozo a
veces me siento yo por estos pagos. No sé si es que todavía no
manejo bien el idioma local rochense. O será mi estilo de vida, la
que no encaja con las costumbres de por acá. Raro, para mí, es que
los sapos se hayan mudado a la aguada nueva, ahora sí, llena de
agua. Sigo sin saber por qué razón se fueron de la vieja. Y no creo
que me lo digan, a no ser de que les de un beso. Y yo ya estoy vieja
para andar besando sapos. Aún cuando alguno pueda resultar ser un
príncipe encantado. Y aunque lo fuese, eso no me garantiza que sea
un tipo que valga la pena besar. ¡Hay cada príncipe suelto por ahí,
que más vale perder que encontrar! Así que mejor no me arriesgo y
dejo que los sapos sigan siendo sapos. Incluyendo a ese que anda por
ahí, haciéndome ojitos tiernos y con una corona de oro y diamantes
en la cabeza. Me quedaré sentada disfrutando de la lluvia. Y de mi
nuevo tajamar, rebosante de agua y batracios criollos.
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