Sucedió
durante una tranquila mañana de otoño. Había amanecido. Como
siempre. El sol se había asomado tímidamente por el horizonte.
Casi evaluando si realmente valía la pena levantarse tan temprano,
o tal vez podía dormir una media horita más. Total, nadie lo podía
ver ya que la niebla cubría todo con su típico manto color blanco.
Erróneamente se dice que el manto es gris. No sé de donde salió
eso. Es blanco y más que un manto parece una muselina vaporosa. Pero
la cuestión era que el sol al final se había decidido a salir,
provocando que la niebla saliese corriendo rumbo a la cañada, como
si en vez de vapor condensado fuese un vampiro temeroso de los rayos
de luz. Yo tomaba mi café mientras hacía zapping entre los canales
argentinos, la CNN, la BBC y los uruguayos. He descubierto que al
hacer eso, las noticias se vuelven mucho más interesantes. Y en eso
estaba cuando por la ventana vi pasar corriendo a la totalidad de
las integrantes del sector femenino de la chacra. Pude ver a la perra
Petunia, a la gata Vilma Espín, a la zorrina Dulcinea, a un montón
de pajaritos de diferentes especies y colores y a dos liebres. Detrás
venían las yeguas Anaclara, Violeta y Merceditas. Cerraba la marcha
la Negra María. En la punta de las crines de su cola percibí a un
gallo blanco que, prendido por el pico, intentaba frenar su marcha.
Cosa que evidentemente no había logrado. Parecía un barrilete
sacudido por el viento. Con las alas desplegadas y las patitas para
atrás, iba perdiendo plumas en el camino, pero no se soltaba ni de
casualidad. Desaparecieron de mi vista al pegar la vuelta por detrás
del galpón. No había decidido si el extraño desfile era producto
de algo raro en mi café, cuando apareció el gallo corriendo a toda
la velocidad que le daban las patas, pero en dirección contraria. En
su persecución venían todos los integrantes del sector masculino
del latifundio. A los gritos y con amenazas de muerte. Y para que no
quedasen dudas al respecto, el perro Rigoletto ya se había puesto
una servilleta al cuello y arrastraba una olla, de la cual caían
papas y zanahorias prolijamente cortadas. El gallo llegó a mi
altura y de un salto se metió por la ventana, aterrizando sobre mis
tostadas. Suspiró hondo, se acomodó las plumas y me espetó:
-“Solicito asilo político”- y de lo más pancho se puso a
picotear los pedacitos de mis aplastadas tostadas. Le vi cara
conocida. El perro Alfredo, la comadreja Obama y el caballo Bruno
entraron en ese momento y a los gritos me advirtieron del inminente
peligro que yo estaba corriendo. “Cuidado- aullaron, gruñeron y
relincharon- Es Don Juan, el gallo libidinoso de Homero”- y se le
tiraron encima y lo maniataron con el cinturón de mi salto de cama.
Pero el misterio era por qué estaba en mi casa. Ya que después de
la denuncia que Homero hizo contra mí en la comisaría del pueblo,
por “secuestro de gallo”, el juez, luego de lograr controlar sus
carcajadas y la de sus subordinados en el juzgado, había ordenado
que tanto mi vecino como yo, teníamos que tomar los recaudos
necesarios para impedir que nuestros animales se pasasen al campo del
otro. Y Homero tuvo que construir un gallinero para el gallo sexópata
y sus cuatro gallinas. Y la gallina Hortensia, con Macoco y el resto
del harén, habían vuelto a la casa de sus padres. El gallo, que
hasta ese momento se había mantenido en silencio, más que nada
porque estaba con la boca llena de pan, tomó la palabra. Nos explicó
que las gallinas se habían negado a poner huevos. Para empezar,
porque el vecino no les dejaba comida suficiente. Y en segundo lugar,
porque era una forma de protestar por las condiciones de encierro,
que al parecer eran bastante penosas. Y Homero las hizo puchero. Sin
piedad alguna. Ese era su motivo para pedir asilo político. Le
señalé que cuando venía para mi casa, más que estar pidiendo
asilo de clase alguna, estaba persiguiendo a todas las féminas del
lugar. Y que por eso los masculinos lo empezaron a perseguir a él.
Se sonrojó un poquito y con una sonrisa avergonzada confesó que al
ver a tantas bellezas dando vueltas por ahí, y ante la malaria que
había pasado, se había entusiasmado un poquito y se había dejado
llevar por los instintos. Pero que la intención original era la de
pedir asilo, ya que temía que Homero se lo comiese a él también. Y
por si acaso, se embuchó lo que quedaba de mis tostadas. Tipo última
cena. El caballo Bruno opinó que Homero no se iba a comer a un gallo
huesudo. Que no tenía necesidad. Bastaba ver la flamante camioneta
último modelo con cabina extendida, que se había comprado. Según
él, no estaban dadas las condiciones para otorgar asilo. El gallo
ladeó la cabeza un poquito, lo miró a Bruno con cierto odio, y
cambió de táctica. “¿Que tal si me secuestras otra vez?” Antes
de que yo pudiese contestar, se escuchó un alarido desgarrador. Como
proveniente del pueblo de Velásquez. Más precisamente, de la
comisaría. “De ninguna manera-dijo una potente voz- no creo
podamos soportar psicológicamente otra denuncia de Homero. Y además
el juez nos ordenó que no aceptáramos más
denuncias de secuestros de gallos, gallinas, ni de nada. Sobre todo,
si el que las hace, es Homero.” Y desapareció la voz tan
misteriosamente como había llegado. Mientras miraba como el sol se
adueñaba del cielo sin resistencia alguna, me di cuenta que tenía
que tomar una decisión que conformase a todos. Excluyendo a Homero.
Respiré hondo y di mi veredicto. El gallo se quedaría. Pero ante
la menor queja por parte del sector femenino y/o masculino, de
avances o acosos indebidos, se le anularía su status de asilado. El
plumífero suspiró profundamente, pero firmó el acuerdo. Y así fue
como el gallo libidinoso se quedó a vivir en mi chacra. Según me
contó Alfredo, que no le pierde pisada, parecería que ha sentado
cabeza con una garza. La única que queda en la zona. Ya que las
demás han muerto por culpa de los pesticidas y fertilizantes
químicos de los campos que lindan con la cañada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario