En
nuestro país la impronta de los movimientos sociales de base
territorial en los movimientos sociales tradicionales (el sindical o el
estudiantil) pasó desapercibida desde la reapertura democrática (salvo
casos excepcionales, de los cuales seguramente el más emblemático sea el
de FUCVAM, que de cualquier forma es concebido como un movimiento por
el derecho a la vivienda y no por el territorio).
Quizá por ello la visibilidad que han tenido las movilizaciones en defensa de los bienes naturales (con una clara centralidad en la resistencia al proyecto megaminero de Aratirí) han generado fuertes reacciones tanto en quienes lo elogian como en sus detractores.
Uno de los problemas de fondo a la hora de encasillar estas movilizaciones ha sido su [auto]etiquetado como movilizaciones ecologistas o ambientalistas, término que en la era pos Botnia se ha convertido en un elemento descalificativo de cualquier protesta social.
Estas etiquetas son mucho más fuertes cuando se aplican desde los ámbitos o posiciones que son capaces de incidir en la formación de la opinión pública. El presidente Mujica, por ejemplo, desde su discurso de asunción del 1º de marzo viene planteando la necesidad de enfrentar la contradicción ambiente/trabajo. En mayo, en una reunión de la asamblea de empresas recuperadas, sostuvo que en el caso de la minería se trata de “cuidar el ambiente”, pero no de “dejarlo como una foto” (La República, 13/05/2013).
Reducir la oposición al proyecto Aratirí solamente a su carácter ambiental es reducir los aspectos que hacen a discusiones centrales de cualquier modelo de desarrollo (para qué y para quién se produce, cómo se toman las decisiones en torno a ello, cuánto hay y cuánto falta de soberanía en relación al uso de los bienes naturales y el trabajo de la gente, por sólo señalar algunos).
Estos incipientes conflictos sociales que se esbozan en torno a estas iniciativas se pueden entender a partir de lo que el geógrafo David Harvey señala como las dinámicas centrales de la acumulación capitalista contemporánea: la reproducción ampliada y la acumulación por desposesión. Mientras el ciclo de luchas que resistió al neoliberalismo combinó ambas dinámicas, la resistencia a la desposesión ha sido el eje central de la conflictividad durante los últimos años.
La discusión en torno a la minería a cielo abierto con la instalación de Aratirí en la zona de Cerro Chato y Valentines, la instalación de un puerto de aguas profundas en la costa oceánica de Rocha y la ampliación del puerto de La Paloma para convertirlo en una terminal forestal, ponen en discusión las implicancias de la apertura de nuevas esferas de la economía para la valorización del capital.
Sin embargo, otra gran serie de conflictos se mantienen silenciosos, no logran irrumpir en la agenda pública, pero existen y persisten. Uno de ellos tiene que ver con la lucha por el acceso a la tierra para los asalariados y productores familiares. La transformación en la estructura agraria que se ha procesado en el país en los albores del nuevo siglo los ha excluido del acceso a este recurso fundamental no sólo para la producción sino también para su reproducción social. En el mismo sentido, podemos ubicar los episódicos reclamos y posicionamientos críticos contra el avance del agronegocio forestal y sojero.
El reciente episodio que hizo visible la contaminación de la cuenca del río Santa Lucía a la población del área metropolitana que se abastece de agua potable evidenció una situación impensable hace una casi una década, cuando se aprobaba la reforma constitucional del agua. A pesar de aquel triunfo popular dinamizado por la Comisión Nacional en Defensa del Agua y de la Vida, los procesos de privatización del agua por la vía de los hechos -la contaminación, en este caso- estaban en curso. Es necesario repensar estos procesos, revisar el papel fundamental que tuvo el movimiento sindical en aquel caso, pero que también contó con el protagonismo de otra serie de organizaciones (territoriales y de otro tipo).
Estas luchas sociales de nuevo tipo -que ahora se expresan en resistencias a la megamineria, el agronegocio y los proyectos de infraestructura costera- necesitan no sólo articularse entre sí, sino también establecer puentes hacia el resto del campo popular. Por eso la posibilidad de que esta serie de movilizaciones genere algo más que una serie de protestas puntuales dependerá de: (a) la capacidad de las organizaciones de construir articulaciones básicas con el movimiento sindical, (b) la disposición de parte del movimiento sindical de discutir estos emprendimientos más allá del desarrollo de las fuerzas productivas e incorporando necesariamente los impactos sociales, territoriales y de soberanía que generan y (c) la capacidad de evadir los etiquetados externos y potenciar una identidad propia que ponga en el centro la necesidad de discutir colectivamente qué hacer con nuestros bienes comunes.
Quizá por ello la visibilidad que han tenido las movilizaciones en defensa de los bienes naturales (con una clara centralidad en la resistencia al proyecto megaminero de Aratirí) han generado fuertes reacciones tanto en quienes lo elogian como en sus detractores.
Uno de los problemas de fondo a la hora de encasillar estas movilizaciones ha sido su [auto]etiquetado como movilizaciones ecologistas o ambientalistas, término que en la era pos Botnia se ha convertido en un elemento descalificativo de cualquier protesta social.
Estas etiquetas son mucho más fuertes cuando se aplican desde los ámbitos o posiciones que son capaces de incidir en la formación de la opinión pública. El presidente Mujica, por ejemplo, desde su discurso de asunción del 1º de marzo viene planteando la necesidad de enfrentar la contradicción ambiente/trabajo. En mayo, en una reunión de la asamblea de empresas recuperadas, sostuvo que en el caso de la minería se trata de “cuidar el ambiente”, pero no de “dejarlo como una foto” (La República, 13/05/2013).
Reducir la oposición al proyecto Aratirí solamente a su carácter ambiental es reducir los aspectos que hacen a discusiones centrales de cualquier modelo de desarrollo (para qué y para quién se produce, cómo se toman las decisiones en torno a ello, cuánto hay y cuánto falta de soberanía en relación al uso de los bienes naturales y el trabajo de la gente, por sólo señalar algunos).
Estos incipientes conflictos sociales que se esbozan en torno a estas iniciativas se pueden entender a partir de lo que el geógrafo David Harvey señala como las dinámicas centrales de la acumulación capitalista contemporánea: la reproducción ampliada y la acumulación por desposesión. Mientras el ciclo de luchas que resistió al neoliberalismo combinó ambas dinámicas, la resistencia a la desposesión ha sido el eje central de la conflictividad durante los últimos años.
La discusión en torno a la minería a cielo abierto con la instalación de Aratirí en la zona de Cerro Chato y Valentines, la instalación de un puerto de aguas profundas en la costa oceánica de Rocha y la ampliación del puerto de La Paloma para convertirlo en una terminal forestal, ponen en discusión las implicancias de la apertura de nuevas esferas de la economía para la valorización del capital.
Sin embargo, otra gran serie de conflictos se mantienen silenciosos, no logran irrumpir en la agenda pública, pero existen y persisten. Uno de ellos tiene que ver con la lucha por el acceso a la tierra para los asalariados y productores familiares. La transformación en la estructura agraria que se ha procesado en el país en los albores del nuevo siglo los ha excluido del acceso a este recurso fundamental no sólo para la producción sino también para su reproducción social. En el mismo sentido, podemos ubicar los episódicos reclamos y posicionamientos críticos contra el avance del agronegocio forestal y sojero.
El reciente episodio que hizo visible la contaminación de la cuenca del río Santa Lucía a la población del área metropolitana que se abastece de agua potable evidenció una situación impensable hace una casi una década, cuando se aprobaba la reforma constitucional del agua. A pesar de aquel triunfo popular dinamizado por la Comisión Nacional en Defensa del Agua y de la Vida, los procesos de privatización del agua por la vía de los hechos -la contaminación, en este caso- estaban en curso. Es necesario repensar estos procesos, revisar el papel fundamental que tuvo el movimiento sindical en aquel caso, pero que también contó con el protagonismo de otra serie de organizaciones (territoriales y de otro tipo).
Estas luchas sociales de nuevo tipo -que ahora se expresan en resistencias a la megamineria, el agronegocio y los proyectos de infraestructura costera- necesitan no sólo articularse entre sí, sino también establecer puentes hacia el resto del campo popular. Por eso la posibilidad de que esta serie de movilizaciones genere algo más que una serie de protestas puntuales dependerá de: (a) la capacidad de las organizaciones de construir articulaciones básicas con el movimiento sindical, (b) la disposición de parte del movimiento sindical de discutir estos emprendimientos más allá del desarrollo de las fuerzas productivas e incorporando necesariamente los impactos sociales, territoriales y de soberanía que generan y (c) la capacidad de evadir los etiquetados externos y potenciar una identidad propia que ponga en el centro la necesidad de discutir colectivamente qué hacer con nuestros bienes comunes.
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