El
lenguaje diplomático, aunque distante y calculado, deja entrever los
cambios de época. Recuerdo que durante años podía predecirse cada
palabra que los presidentes extranjeros decían una vez llegados a Cuba.
En el guión de sus discursos no podía faltar la frase de “la
inquebrantable amistad entre nuestros pueblos…”. Tampoco se ausentaba un
compromiso de sintonía total entre los proyectos políticos del
mandatario visitante y su contraparte de la Isla. El camino era uno, los
compañeros de ruta no podían desviarse un milímetro de él y así quedaba
claro en sus declaraciones. Eran tiempos de parecer un todo compacto,
sin matices, sin diferencias.
Sin embargo, desde hace algunos años, las
expresiones de quienes arriban invitados por la parte oficial se han
transformado. Se les escucha decir que “aunque hay puntos que nos
separan, lo mejor es encontrar aquellos que nos unen”. Las nuevas
expresiones incluyen además la aclaración de que “representamos una
diversidad” y de que “confluimos en el trabajo en conjunto, manteniendo
nuestra pluralidad”. Evidentemente, las relaciones bilaterales en este
siglo XXI ya no se conciben acompañadas de un discurso monocromático y
unánime. Exhibir la variedad se ha puesto de moda, aunque en la práctica
se haga una estrategia de exclusión y negación de la diversidad.
José Mujica ha agregado un nuevo giro al
habla de los presidentes recibidos en el Palacio de la Revolución. Ha
recalcado que “antes había que rezar el mismo catecismo para juntarnos y
ahora, a pesar de las diferencias, logramos unirnos”. Los incrédulos
espectadores de la televisión nacional nos preguntamos inmediatamente si
la doctrina a la que se refiere el dignatario uruguayo será el marxismo
o el comunismo. Según se evidencia ahora, dos presidentes pueden
estrecharse la mano, cooperar, salir juntos en una foto sonrientes, aún
teniendo ideologías disímiles o encontradas. Una lección de madurez, sin
dudas. El problema –el grave problema- es que esas palabras son dichas y
publicadas en una nación donde los ciudadanos no podemos tener otro
“catecismo” que no sea el del partido en el poder. Un país en el que de
manera sistemática se divide a la población entre “revolucionarios” y
“apátridas”, a partir de considerandos puramente ideológicos. Una Isla,
cuyos gobernantes azuzan los odios políticos entre la gente sin asumir
la responsabilidad por esas semillas de intolerancia que siembran,
riegan y abonan conscientemente.
La diplomacia cubana es así. Acepta
escuchar en un visitante extranjero, lo que jamás le permitiría decir al
que nació en esta tierra.
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