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sábado, 21 de junio de 2014

MARACANÁ :La herida abierta

Fragmento de un libro de Rubem Fonseca

El prestigioso escritor brasileño escribe sobre qué sintió como testigo directo del maracanazo uruguayo de 1950. Un golpe que, al menos por ahora, se hace sentir.

Un mural alusivo, esta semana, en Rio de Janeiro
Rubem Fonseca (*)sáb jun 21 2014
El País
 
Como todos saben, el torneo se suspendió entre 1942 y 1946 debido a la Segunda Guerra Mundial. En 1950, la Copa se reanudó y Brasil fue elegido como sede. Acabábamos de construir el estadio de Maracaná, el estadio más grande del mundo, donde cabían cerca de doscientos mil espectadores. Vi todos los partidos de Brasil en el Maracaná. Después del primero, Brasil 4 México 0, ya estaba ronco. Luego empatamos con Suiza, con un equipo de puros paulistas. Enseguida le ganamos a Yugoslavia 2-0. Estados Unidos eliminó a Inglaterra, en un partido en Belo Horizonte. Italia, que tenía un equipo desfigurado debido al trágico accidente en que murió todo el equipo del Torino, también fue eliminada al inicio. Cuatro equipos clasificaron para el cuadrangular final: Brasil, Suecia, España y Uruguay (ese esquema "cuadrangular" jamás se volvería a repetir en otras copas del mundo).
Sufro mucho cuando mi equipo juega, pero sufro aún más cuando juega la selección de Brasil. Me pongo nervioso, tenso, ya sea que escuche el partido en la radio, lo vea por televisión o vaya directamente al estadio (así lo hice en 1950, como se verá más adelante). Solo dejé de ver -con ansiedad, como siempre- las copas de 1930, en que Uruguay fue campeón, y las de 1934 y 1938, cuando Italia ganó. Era todavía muy niño.
Nuestro primer partido de finales fue contra Suecia. El estadio estaba tan lleno que nadie podía sentarse. Entre una fila y otra de la tribuna, permanecía de pie otra fila de fanáticos. Pero a nadie le importaba aquel amontonamiento que impedía que la gente se moviera. Nuestro equipo jugaba a la perfección y le ganamos 7-1 al excelente equipo de Suecia. Recuerdo que mis hermanos y yo salimos exultantes del Maracaná, en medio de una multitud que gritaba los nombres de nuestros jugadores.
El partido con España fue inolvidable. El estadio estaba atascado como en las demás ocasiones. España tenía un súper equipo. Ganamos 6-1. Cuando metimos el cuarto gol, a los 11 minutos del segundo tiempo, el estadio empezó a cantar la marchinha popular "Touradas em Madri". No pasó mucho tiempo para que las doscientas mil personas (o más, pues consta que hubo una invasión de colados por uno de los portones) empezaran a cantar al unísono: Eu fui às touradas em Madri, pararatibum, bum, bum, pararatibum, bum bum, e quase não volto mais aqui, pra ver Peri beijar Ceci, pararatibum, bum, bum, pararatibum, bum, bum. Cuando la multitud cantaba pararatibum, bum, bum, el sonido era tan estentóreo que los cimientos y las vigas de acero de las tribunas temblaban y vibraban como si fueran a romperse. Nunca antes hubo, ni habrá, un coro de voces tan fastuoso, magnífico, pomposo, ruidoso, dantesco y apoteósico, en el que centenas de miles de personas entusiasmadas y felices cantaban al unísono, a pleno pulmón, celebrando de manera fantástica una victoria. Soy un viejo escritor profesional, pero no tengo palabras para describir aquel momento.
Me gustaría que ese fuera el único recuerdo de la Copa del Mundo de 1950, pero no es así. Nuestro último partido era con Uruguay, un equipo que llegó arrastrándose al cuadrangular. Éramos los favoritos absolutos. En la víspera, en la concentración del equipo brasileño pululaba de gente: periodistas, fanáticos, colados, publicistas y demás. Las mantas de "campeón del mundo" ya estaban listas y los jugadores posaron con ellas para varias fotografías. Nuestro equipo era el mejor del mundo, y lo era realmente, solo faltaba consagrarlo en la cancha, en un partido con el equipucho de Uruguay, cuyo resultado todos sabíamos de antemano. Aquella noche en la concentración nadie durmió. En mi casa yo tampoco pude dormir, esperando con ansias la hora en que seríamos campeones del mundo. Era el 16 de julio de 1950. Cuatro horas y cincuenta minutos. ¿Por qué diablos no puedo olvidar ese terrible día? Treinta -¡treinta, carajo!-, treinta oportunidades de gol perdidas por nuestro equipo y, repentinamente, el uruguayo Ghiggia tira desviado y la pelota pasa entre el travesaño y nuestro portero Barbosa, que había cerrado el ángulo correctamente. Nadie, ni Barbosa ni los doscientos mil espectadores, esperaba que Ghiggia tirara tan mal, y que su equivocación nos causara aquella desgracia. (Barbosa acabó siendo crucificado, él y Bigode, el lateral que supuestamente recibió un golpe de Obdulio Varela y no reaccionó. También se culpó al técnico Flávio Costa. Pero, por más chivos expiatorios que se inventaron, la tragedia de aquella derrota no tenía explicación.)
Cuando el partido acabó, el silencio fue profundo, tan estruendoso (perdónenme el oxímoron) que nos dolían los oídos. Doscientas mil personas mudas y sordas. Hasta los llantos eran silenciosos, y las lágrimas escurrían solo de los ojos más fuertes, aquellos que no habían quedado transidos, perplejos y obnubilados con la desgracia que se había abatido sobre nosotros. El presidente de la FIFA, en ese momento Jules Rimet, cuenta en su libro L` histoire merveilleuse de la Coupe du Monde:
"Al terminar el partido yo tenía que entregar la Copa al capitán del equipo vencedor. Una vistosa guardia de honor se tenía que formar desde la entrada hasta el centro de la cancha, donde me estaría esperando, alineado, el equipo vencedor (naturalmente, el de Brasil). Después de que el público terminara de cantar el Himno Nacional, yo tenía que proceder a la solemne entrega del trofeo. Cuando faltaban unos cuantos minutos para que el partido terminara (el marcador era 1-1, y a Brasil le bastaba el empate), abandoné mi lugar en la tribuna de honor y, preparando ya los micrófonos, me dirigí a los vestidores, aturdido por el griterío de la multitud... Continué por el túnel en dirección a la cancha. Cuando salí de él, un silencio desolador había tomado el lugar de todo aquel júbilo. No había guardia de honor, ni Himno Nacional, ni entrega solemne. Me vi solo, en medio de la multitud, empujado para todos lados, con la Copa bajo el brazo".
Jules Rimet estaba perplejo con la derrota de Brasil y no sabía qué hacer. Nosotros, los brasileños, estábamos agonizando, atormentados por una tristeza punzante, por un padecimiento insoportable. Yo estuve ahí, lo puedo repetir, como en el clásico poema "I-Juca Pirama", de Gonçalves Dias: "Meninos, eu vi". Ya me ha tocado sufrir en otras ocasiones con la selección de Brasil. Con aquel balón cruzado frente a nuestra área por Toninho Cerezo, en 1982, cuando Paulo Rossi aprovechó la ocasión para destruir nuestras más fundadas esperanzas de ser campeones del mundo, con el equipo dirigido por Telé Santana, el mejor equipo del campeonato. (Rossi fue nuestro verdugo: metió los tres goles que nos derrotaron 3-2). Con el penal que Zico falló en 1986 -Zico, que nunca había fallado un penal en su vida- ante el portero francés Bats, penal que, si hubiera entrado, nos hubiera dado la clasificación. Con nuestra derrota ante el equipo mediocre de Francia, en 1998. Y con otros reveses afortunadamente olvidados.
Sin embargo, jamás olvidaré el sufrimiento del 16 de julio de 1950. Para describir lo que sentí aquella tarde, me viene siempre a la mente la famosa frase de Conrad, en El corazón de las tinieblas: el horror, el horror, el horror. Es cierto que la selección brasileña también me ha dado muchas alegrías, a final de cuentas somos pentacampeones. No obstante, el sufrimiento de la derrota es siempre más avasallador y duradero que la felicidad de la victoria.
(*) Rubem Fonseca nació en 1929 en Minas de Gerais pero desde siempre es carioca. Es un escritor de los importantes, además de abogado, profesor, crítico y guionista de cine. El texto es un fragmento de La novela murió (Tajamar Editores)

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