No
hay pruebas; “Si las tienen, que las muestren”, dijo Vladimir Putin. No
las mostraron ni lo harán, sencillamente porque no existen. Igual que en
2003, cuando difundieron la escandalosa mentira de las “armas de
destrucción masiva” en Irak para justificar la destrucción de un país
que, todavía hoy, sigue sumido en un interminable calvario de dolor y
muerte. Ahora repiten el libreto, a favor de una población domesticada,
propensa a aceptar los argumentos más absurdos –el “consenso
prefabricado” del que habla Chomsky–, tales como aquel que reza que
Siria constituye una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos.
Mienten y lo hacen descaradamente; mienten a su propio pueblo y a la
comunidad internacional. Ocultan el hecho decisivo de que fue Al Assad
quien convocó a los inspectores de la ONU y no Washington; que fue la
Casa Blanca la que, por el contrario, demandó que esos inspectores se
retiraran del teatro de operaciones porque el castigo no podía demorarse
ni un día más. Ocultan también que bajo la sola hipótesis de la total
estupidez de Damasco podría el gobierno sirio haber detonado una bomba
bacteriológica para matar a casi mil quinientos inocentes en las mismas
barbas de los inspectores venidos por su encargo. Y si de algo ha dado
muestras Al Assad en estos días es de que no es ningún estúpido. Lo que
ocurrió es un clásico sabotaje en el cual los agentes de la CIA son
expertos. Como cuando inventaron el incidente del golfo de Tonkin, en
1964, para que la opinión pública estadounidense aceptara entrar en
guerra con Vietnam. Ya en 1898 los bandidos habían hecho lo mismo:
hundir el acorazado Maine, en un sórdido autosabotaje, en la entrada de
la bahía de La Habana, lo que les permitió declararle la guerra a España
y apoderarse de la isla. Con sus mentiras, Obama y Kerry esconden
también la pérfida doble moral del gobierno estadounidense, que
permaneció inmutable cuando su por entonces amigo Saddam Hussein gaseaba
con armas químicas “Made in America” a las minorías turcas; o cuando
sus socios israelíes utilizaron fósforo en el brutal ataque a la Franja
de Gaza. Enterado de las atrocidades de Anastasio Somoza en Nicaragua,
Franklin D. Roosevelt se encogía de hombros y decía: “Sí, pero es
nuestro hijo de puta”. Lo mismo decían de los crímenes perpetrados por
Saddam y Netanyahu, pero resulta que Al Assad no es su hijo de puta y
entonces merece un feroz escarmiento. Escarmiento que no sufrirá él sino
su pueblo, la gente que aparecerá en los escuetos informes del
Pentágono como “daños colaterales”. Un imperio mentiroso hasta la
médula, que ha convertido a Estados Unidos, su centro indiscutido, en un
Estado canalla: ninguna ley internacional lo obliga, ninguna resolución
de la Asamblea General de la ONU merece ser obedecida, ninguna norma
moral puede oponerse al apetito del “complejo militar-industrial”, cuyas
ganancias varían en proporción directa a las guerras. Hay que lanzar
misiles, fletar portaaviones, movilizar helicópteros y aviones y
utilizar cuanto armamento sea necesario. De lo contrario, no hay
ganancias y sin ellas no se pueden financiar las carreras de políticos
como el inverosímil Premio Nobel de la Paz y cínico admirador de Martin
Luther King. Es una gran oportunidad: Siria no sobresale por sus
reservas petroleras (se ubica en el lugar 31 a nivel mundial, debajo de
la Argentina, según la OPEP), pero está en el corazón del caldero de
Medio Oriente. Y está la oportunidad, largamente acariciada por
Washington, para avanzar en aproximaciones sucesivas ante el objetivo
supremo: Irán. Demasiadas tentaciones para una burguesía imperial que
arrojó por la borda cualquier norma ética, y para un gobernante cuyas
convicciones quedaron colgadas en la reja de la Casa Blanca el día que
asumió la presidencia imperial.
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