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En medio de infraestructuras del primer mundo, la pobreza coloniza los guetos
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En ellos se hacinan los desheredados de ambas razas
Un niño pasa junto a una foto de Nelson Mandela.
SIPHIWE SIBEKO
REUTERS
"Lo que se habla en el Rand Club
se queda en el Rand Club". Esa es la principal norma de este cerrado
círculo de poder en el que se cinceló la historia de Sudáfrica. Todos
los presidentes sudafricanos son socios de este distinguido club desde
el momento en que son elegidos. Lo fundó en 1887 Cecil John Rhodes,
aquel millonario, colonizador y político británico que soñó con poseer
toda África mientras le extraía oro y diamantes de sus entrañas.
Hasta el final del apartheid los negros tenían prohibida su entrada. El Rand Club era uno de los claros símbolos de aquel sistema de exquisita opresión victoriana mezclada con la rudeza rural de los boers que escandalizó al mundo por legislar con precisión el horror. Hoy, una gran pintura de Nelson Mandela preside los secretos encuentros de sus señorías los amos de Sudáfrica.
El Rand Club está enclavado en el centro financiero de Johannesburgo. La antigua city de los negocios convertida hoy en reliquia de instituciones y bancos que conviven perfectamente con la miseria. Cuando cae la noche sus calles vacías quedan bajo el control de miles miserables a los que se reconoce en la oscuridad por el humo de sus hogueras y por los ladridos de su hambre.
David Lobban, un blanco de mediana edad encargado del recinto, hace de anfitrión con gentileza. El club está aún cerrado. Todo el edificio parece que se abrillanta cada mañana con una capa de polvo para no perder su añeja esencia.
"El club tiene 1.400 miembros de todas las creencias, razas y religiones", explica. Al subir la escalinata que lleva a los pisos superiores se tropieza con la pintura de Mandela. "Él mismo vino aquí el día de su colocación", recuerda.
El millonario ex guerrillero, envuelto en diversos escándalos, es hoy uno de los benefactores de un club en el que hasta no hace mucho tenía prohibida la entrada. Un buen ejemplo de este país: la elección de los otrora agraviados no fue cerrar o destrozar el club, como en tantos lugares se hizo en este continente, sino hacerse socios.
Ya en la planta baja, tras pasear por vitrinas que guardan manuscritos históricos, David explica con orgullo sobre la que es la barra de bar más larga de África que fue allí donde se inventó la ONU. "En este edificio el presidente sudafricano Jan Smuts, tras la segunda guerra mundial, redactó el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas. Fue él quien impulsó su creación. La ONU es un invento sudafricano", dice.
Otra ironía, aquí se redactó la carta de convivencia de la aldea global y el entramado legal del apartheid. De aquel lugar se sale con la sensación de no haber entrado.
"Nos enterramos junto a nuestros empleados", dice dando un paseo por su finca, señalando las tumbas de sus antepasados y las de sus trabajadores, más discretas, que están cerca. "Nosotros tenemos buena relación con los coloureds [mestizos], aunque no nos mezclamos. Con los negros es más difícil por cultura", comenta esta culta viajera.
Aún hoy en esta parte del país las escuelas de los niños mestizos son pagadas en parte por los granjeros blancos, las clases se dan en afrikáner como primera lengua y la mitad del salario de muchos empleados es una bolsa con comida y primeras necesidades que se le entrega a la esposa para asegurarse que la familia tenga un sustento. "Ellos se lo gastan todo en alcohol", apunta Robert, otro afrikáner.
Luego, la escritora habla de las complicadas relaciones familiares de los boers. "Mi libro más vendido, Padmaker, relata la fría relación que tenía con mi madre. Muchas mujeres que lo leen me escriben y me dicen que no pararon de llorar recordando que así fue también su infancia", cuenta.
"Eran tiempos complicados. Mi padre trabajaba construyendo carreteras, éramos pobres, pero eso no se decía. Era una vergüenza reconocer que un blanco era pobre", rememora.
En esa misma avenida hay cuatro mendigos más blancos, desharrapados, algo que hasta hace no mucho era impensable en Sudáfrica. "Es un buen síntoma que se distribuya también la pobreza", comenta ante la escena un diplomático europeo especializado en África.
En la ciudad de Nelspruit, al este del país, también se ven en varios centros comerciales a ancianos blancos que trabajan de guardacoches. Vigilan los vehículos y piden a cambio una propina como hacen tantos miles de africanos en este continente. Tienen siempre un gesto avergonzado.
En 2010, antes del Mundial, el presidente Zuma hizo una histórica visita a una comunidad de pobres blancos en Pretoria que exigían ser tratados igual que los negros. "Nosotros también somos sudafricanos, también queremos ayudas", denunciaban ante un sistema que intenta compensar el injusto pasado con leyes que fomentan hoy la contratación de los negros y discriminación de los blancos.
La miseria es todavía hoy demasiado extensa en Sudáfrica. Guetos como Soweto en Johannesburgo o Khayelitsha en Ciudad del Cabo siguen siendo bolsas de miseria y violencia que baten marcas mundiales. Hay sin embargo mejoras constantes.
El Gobierno tiene un programa de reforma de infraviviendas que va dando resultados. Regalan ladrillos y cemento para sustituir las chozas de hojalata y cartón. Hay también cada vez más placas solares que asoman de los tejados de las humildes casas. Lentamente aparecen también gimnasios, centros comerciales, universidades y hospitales en esos focos de pobreza.
"Mire la hermosa casa que tengo", llama la atención Barbara, una mujer de la limpieza abandonada por su marido que vive junto a sus dos hijas. Acaba de conseguir una casa de cemento que le han ayudado a levantar sus hermanos en la township de Guguletu, Ciudad del Cabo. Abre la puerta de su flamante vivienda.
Dentro, en la cocina, se ve un hornillo de gas y una nevera pequeña junto a un grifo y un barreño. En el salón hay un sofá y un madero alargado sujeto a dos cubos en las puntas para sentarse. En su cuarto hay una cama y un armario endeble. Nada más. "Estoy feliz", dice eufórica y orgullosa. Es una de esas personas que suelta eso de "mister Mandela nos mandó...".
Mivek es un congoleño que trabaja a comisión llevando un taxi en Ciudad del Cabo. "Yo en mi país era jefe de obra en los ferrocarriles", explica. Trabaja atemorizado por sufrir agresiones. "No puedo parar en las paradas de taxis, me golpean. Éste es un país de locos en el que son racistas todos contra todos", asegura.
¿Entonces por qué vive aquí? "Aquí hay trabajo, en mi país no hay nada". La realidad es que el efecto llamada de Mandela hizo que el país más rico del continente sufriera una inmigración legal e ilegal que ha generado enormes bolsas de delincuencia y pobreza.
Habla de un edificio abandonado que está en el centro de Johannesburgo. Allí se hacinan cientos de zimbabuenses que huyen de la policía y de los guetos en los que hay brotes de xenofobia constantes contra los extranjeros por quitar empleos a los locales.
Este desolado esqueleto de hormigón, símbolo de la barbarie, es muy cercano al prestigioso Rand Club. Pocos tienen valor para entrar solos en aquella oscuridad. De lejos, se ven hogueras encendidas pero no se escucha nada.
Este difícil entorno contrasta con el barrio de Houghton, donde el hombre capaz de unir toda esta complicadísima realidad social y de mantener Sudáfrica como el único país africano con opciones de alcanzar el desarrollo e igualdad social, luchó hasta el último aliento contra la muerte.
Sudáfrica tiene infraestructuras del primerísimo mundo y una clase media multicolor creciente. Lejos de cualquier certeza, positiva o negativa, el país es al menos una esperanza. Ése es el legado que deja Mandela, un imposible hace casi 20 años cuando fue nombrado presidente: poder creer.
Hasta el final del apartheid los negros tenían prohibida su entrada. El Rand Club era uno de los claros símbolos de aquel sistema de exquisita opresión victoriana mezclada con la rudeza rural de los boers que escandalizó al mundo por legislar con precisión el horror. Hoy, una gran pintura de Nelson Mandela preside los secretos encuentros de sus señorías los amos de Sudáfrica.
El Rand Club está enclavado en el centro financiero de Johannesburgo. La antigua city de los negocios convertida hoy en reliquia de instituciones y bancos que conviven perfectamente con la miseria. Cuando cae la noche sus calles vacías quedan bajo el control de miles miserables a los que se reconoce en la oscuridad por el humo de sus hogueras y por los ladridos de su hambre.
David Lobban, un blanco de mediana edad encargado del recinto, hace de anfitrión con gentileza. El club está aún cerrado. Todo el edificio parece que se abrillanta cada mañana con una capa de polvo para no perder su añeja esencia.
"El club tiene 1.400 miembros de todas las creencias, razas y religiones", explica. Al subir la escalinata que lleva a los pisos superiores se tropieza con la pintura de Mandela. "Él mismo vino aquí el día de su colocación", recuerda.
La nueva Sudáfrica
Un poco más arriba están algunas de las salas patrocinadas donde los socios mantienen sus reuniones privadas. "Aquella la esponsoriza la compañía minera Anglo American. Esta la apadrina Tokyo Sexwale", indica David. Curiosa ironía, Sexwale, recién destituido como ministro de Asentamientos Humanos por Jacob Zuma, es un histórico de la lucha por la libertad y una de las grandes fortunas de la nueva Sudáfrica.El millonario ex guerrillero, envuelto en diversos escándalos, es hoy uno de los benefactores de un club en el que hasta no hace mucho tenía prohibida la entrada. Un buen ejemplo de este país: la elección de los otrora agraviados no fue cerrar o destrozar el club, como en tantos lugares se hizo en este continente, sino hacerse socios.
Ya en la planta baja, tras pasear por vitrinas que guardan manuscritos históricos, David explica con orgullo sobre la que es la barra de bar más larga de África que fue allí donde se inventó la ONU. "En este edificio el presidente sudafricano Jan Smuts, tras la segunda guerra mundial, redactó el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas. Fue él quien impulsó su creación. La ONU es un invento sudafricano", dice.
Otra ironía, aquí se redactó la carta de convivencia de la aldea global y el entramado legal del apartheid. De aquel lugar se sale con la sensación de no haber entrado.
Minoría negra
Crhistine Barkhuizen es una de las pocas novelistas que aún escribe sólo en afrikáner. Vive con su familia en una finca en medio del semidesierto del pequeño Karoo, un milagro de tierra árida domada por los duros afrikáners y convertida ahora en gran huerto lleno de frutales y viñas. Toda esta parte del suroeste del país es zona blanca o mestiza, la población negra es aquí minoritaria."Nos enterramos junto a nuestros empleados", dice dando un paseo por su finca, señalando las tumbas de sus antepasados y las de sus trabajadores, más discretas, que están cerca. "Nosotros tenemos buena relación con los coloureds [mestizos], aunque no nos mezclamos. Con los negros es más difícil por cultura", comenta esta culta viajera.
Aún hoy en esta parte del país las escuelas de los niños mestizos son pagadas en parte por los granjeros blancos, las clases se dan en afrikáner como primera lengua y la mitad del salario de muchos empleados es una bolsa con comida y primeras necesidades que se le entrega a la esposa para asegurarse que la familia tenga un sustento. "Ellos se lo gastan todo en alcohol", apunta Robert, otro afrikáner.
Luego, la escritora habla de las complicadas relaciones familiares de los boers. "Mi libro más vendido, Padmaker, relata la fría relación que tenía con mi madre. Muchas mujeres que lo leen me escriben y me dicen que no pararon de llorar recordando que así fue también su infancia", cuenta.
"Eran tiempos complicados. Mi padre trabajaba construyendo carreteras, éramos pobres, pero eso no se decía. Era una vergüenza reconocer que un blanco era pobre", rememora.
Mendigos sin color
Hoy esa realidad comienza a ser algo más común en Sudáfrica. En la población minera de Krugersdorp, un mendigo atraviesa varios carriles y sortea varios vehículos para pedir dinero. "Tengo hambre, cómpreme pan", suplica mientras sujeta un paquete de salchichas entre sus brazos. El mendigo es blanco y se dirige al único coche conducido por un blanco en ese semáforo.En esa misma avenida hay cuatro mendigos más blancos, desharrapados, algo que hasta hace no mucho era impensable en Sudáfrica. "Es un buen síntoma que se distribuya también la pobreza", comenta ante la escena un diplomático europeo especializado en África.
En la ciudad de Nelspruit, al este del país, también se ven en varios centros comerciales a ancianos blancos que trabajan de guardacoches. Vigilan los vehículos y piden a cambio una propina como hacen tantos miles de africanos en este continente. Tienen siempre un gesto avergonzado.
En 2010, antes del Mundial, el presidente Zuma hizo una histórica visita a una comunidad de pobres blancos en Pretoria que exigían ser tratados igual que los negros. "Nosotros también somos sudafricanos, también queremos ayudas", denunciaban ante un sistema que intenta compensar el injusto pasado con leyes que fomentan hoy la contratación de los negros y discriminación de los blancos.
'Porque lo mandó mister Mandela'
"Perdono pero no olvido", dice Thulani Mabaso, un ex convicto condenado a 18 años de cárcel en Robben Island por luchar contra el apartheid mientras muestra los secretos de la famosa prisión. "Muchas mañanas cuando tengo que coger el barco para venir hasta aquí me dan ataques de ansiedad por los recuerdos", explica. ¿Por qué ha perdonado? "Porque nos los dijo Madiba. Cuando él hablaba en la cárcel todos escuchábamos». Esa frase, «porque lo mandó mister Mandela", se oye constantemente en Sudáfrica. Siempre a gente muy desfavorecida que vive en la absoluta pobreza. Es un mandato sagrado.La miseria es todavía hoy demasiado extensa en Sudáfrica. Guetos como Soweto en Johannesburgo o Khayelitsha en Ciudad del Cabo siguen siendo bolsas de miseria y violencia que baten marcas mundiales. Hay sin embargo mejoras constantes.
El Gobierno tiene un programa de reforma de infraviviendas que va dando resultados. Regalan ladrillos y cemento para sustituir las chozas de hojalata y cartón. Hay también cada vez más placas solares que asoman de los tejados de las humildes casas. Lentamente aparecen también gimnasios, centros comerciales, universidades y hospitales en esos focos de pobreza.
"Mire la hermosa casa que tengo", llama la atención Barbara, una mujer de la limpieza abandonada por su marido que vive junto a sus dos hijas. Acaba de conseguir una casa de cemento que le han ayudado a levantar sus hermanos en la township de Guguletu, Ciudad del Cabo. Abre la puerta de su flamante vivienda.
Dentro, en la cocina, se ve un hornillo de gas y una nevera pequeña junto a un grifo y un barreño. En el salón hay un sofá y un madero alargado sujeto a dos cubos en las puntas para sentarse. En su cuarto hay una cama y un armario endeble. Nada más. "Estoy feliz", dice eufórica y orgullosa. Es una de esas personas que suelta eso de "mister Mandela nos mandó...".
Más allá del idioma
Pero el problema racial sudafricano es demasiado complejo. Carola, una periodista blanca sudafricana, recuerda que nunca pudo hablar con su abuela por el idioma. "Yo era su nieta favorita. Veníamos cada año a pasar las vacaciones desde Estados Unidos donde se había trasladado mi padre y yo me pasaba el día pegado a ella. Ella hablaba afrikáner y yo inglés, así que nunca nos comunicamos de palabra. Luego, años después de morir ella, supe por mi madre que ella había aprendido a hablar inglés de niña pero se negaba a utilizarlo porque sus tías y hermanas murieron en los campos de concentración en los que los ingleses metieron a los afrikáners en las guerras anglo-boers", rememora Carola emocionada. "Prefería no hablar con su nieta que hablar en inglés", se dice ya a ella misma con voz quebrada.Mivek es un congoleño que trabaja a comisión llevando un taxi en Ciudad del Cabo. "Yo en mi país era jefe de obra en los ferrocarriles", explica. Trabaja atemorizado por sufrir agresiones. "No puedo parar en las paradas de taxis, me golpean. Éste es un país de locos en el que son racistas todos contra todos", asegura.
¿Entonces por qué vive aquí? "Aquí hay trabajo, en mi país no hay nada". La realidad es que el efecto llamada de Mandela hizo que el país más rico del continente sufriera una inmigración legal e ilegal que ha generado enormes bolsas de delincuencia y pobreza.
Un país de muertos vivientes
Sólo de Zimbabue se calcula que han cruzado la frontera cinco millones de personas. "Nunca vi nada igual en mi vida. Son muertos vivientes. De vez en cuando en medio de la oscuridad escuchas un disparo u oyes un grito. Hay violaciones, partos, es horrible", señala Ariane Bauernfeind, responsable de Médicos sin Fronteras en Sudáfrica y veterana en enfrentar de cara la miseria.Habla de un edificio abandonado que está en el centro de Johannesburgo. Allí se hacinan cientos de zimbabuenses que huyen de la policía y de los guetos en los que hay brotes de xenofobia constantes contra los extranjeros por quitar empleos a los locales.
Este desolado esqueleto de hormigón, símbolo de la barbarie, es muy cercano al prestigioso Rand Club. Pocos tienen valor para entrar solos en aquella oscuridad. De lejos, se ven hogueras encendidas pero no se escucha nada.
Este difícil entorno contrasta con el barrio de Houghton, donde el hombre capaz de unir toda esta complicadísima realidad social y de mantener Sudáfrica como el único país africano con opciones de alcanzar el desarrollo e igualdad social, luchó hasta el último aliento contra la muerte.
Sudáfrica tiene infraestructuras del primerísimo mundo y una clase media multicolor creciente. Lejos de cualquier certeza, positiva o negativa, el país es al menos una esperanza. Ése es el legado que deja Mandela, un imposible hace casi 20 años cuando fue nombrado presidente: poder creer.
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