“Las elecciones se ganan en el centro”, se dice y se repite. El enfoque tiene su lógica. Pero estoy convencido de que se suele llevar este razonamiento más allá de lo necesario
+ Adolfo Garcé
Cada campaña electoral es la misma historia. Políticos y analistas, periodistas y vecinos, todos nos preparamos para ver cómo los candidatos se esfuerzan por alejarse de sí mismos, por disimular sus diferencias, por moderarse y “correrse al centro”. No voy a decir que esto no tiene su lógica. Todos los competidores saben que hay electores que están “cautivos”, esto es, que ya tienen decidido su voto antes del inicio de la campaña, y que deben concentrar sus baterías argumentales en los indecisos.
“Las elecciones se ganan en el centro”, se dice y se repite. El enfoque tiene su lógica. Pero estoy convencido de que se suele llevar este razonamiento más allá de lo necesario y, sobre todo, bastante más lejos de lo conveniente para la salud del sistema democrático. Dicho de otro modo: la obsesión con la búsqueda del centro puede llevar a los dirigentes políticos a cometer errores estratégicos graves; pero, además, puede terminar atentando contra la esencia del sistema.
Empecemos por el problema del timing. En sistemas electorales mayoritarios, tarde o temprano, cualquier candidato que aspire a ganar tendrá que buscar el centro. Pero es muy importante que elija bien cuándo. Hacerlo antes de tiempo puede ser un error fatal. La literatura sobre primarias abiertas sugiere que, en general, no gana la nominación como candidato presidencial el más centrista de quienes disputan este cargo, sino aquel que mejor refleja la tradición ideológica del partido. Este hallazgo es consistente con las conclusiones que surgen de los estudios sobre procesos de renovación partidaria. Cuando en un partido se establece una disputa entre “renovadores” (los que impulsan un viraje estratégico significativo) y “ortodoxos” (los que proponen cambios menores), los más innovadores suelen perder el pleito con los guardianes de la tradición (el MLN-T y el PCU son buenos ejemplos). La historia del Frente Amplio ofrece claras lecciones sobre esto, aunque la competencia entre Constanza Moreira y Tabaré Vázquez promete ser una interesante excepción a la regla.
En segundo lugar, la moderación puede ser también contraproducente cuando, en aras de la búsqueda del “centro”, los dirigentes se alejan más de lo creíble respecto a la imagen que la mayoría de los ciudadanos (incluyendo los decisivos electores centristas) tienen de ellos. Me explico. La mayoría de los electores suelen tener comparativamente bajos niveles de información. Esto es especialmente cierto entre los indecisos. Estos ciudadanos, para terminar de formar su decisión, no necesariamente esperan escuchar argumentos ponderados sobre políticas públicas y discursos moderados. Piden, en primerísimo lugar, algo mucho más simple y esencial: políticos honestos. Aquel candidato que se aleje demasiado de sus propias convicciones corre el riesgo de dinamitar lo más preciado y valorado por el público: la autenticidad.
En tercer lugar, la búsqueda de los electores decisivos no necesariamente se alcanza proponiendo medias tintas. De hecho, frecuentemente, la ciudadanía tiene preferencias radicales en temas muy importantes. Existe abundante evidencia empírica, por ejemplo, en cuanto a que la mayoría de las ciudadanas y ciudadanos uruguayos no tienen una posición moderada y centrista en materia de seguridad ciudadana. Lo mismo puede decirse sobre otro de los temas más polémicos de los últimos años: la despenalización de la comercialización del cannabis. En ambos temas, una clara mayoría de la opinión pública tiene posiciones definidas y rotundas. La moderación, en términos de estrategia electoral, parece estar contraindicada.
La moderación puede ser un error estratégico. Pero esto no es, al menos para mi gusto, lo más importante. El exceso de moderación es un problema sustantivo para los ciudadanos. Si el sistema de partidos no nos permite elegir entre propuestas diferentes, en el fondo, nuestro poder, en tanto ciudadanos, se acota dramáticamente. Para que el sistema funcione bien tenemos que poder optar entre elencos de gobierno alternativos. Esto es muy importante, entre otras razones, porque la alternancia minimiza el riesgo de corrupción. Pero también es fundamental que podamos pronunciarnos entre orientaciones de políticas públicas realmente distintas.
Durante las campañas, más que nunca, es cuando se tiene que escuchar claramente la voz de la mayoría sobre temas fundamentales. ¿Qué queremos? ¿Seguir priorizando la integración regional y el diálogo con los vecinos o abrirnos definitivamente al resto del mundo? (Que no se diga, en aras de la moderación, que todo esto se puede hacer a la vez.) ¿Qué preferimos? ¿Qué suba la presión tributaria para seguir reconstruyendo el Estado de Bienestar o bajarla para asegurar el crecimiento económico? (Se dirá que todo se puede hacer a la vez. Puede ser, pero por si llegara a existir un trade off, es bueno que se vayan escuchando nuestras prioridades.) ¿Qué hay que hacer con la enseñanza? ¿Mantener la ley de Educación vigente para comprar paz con los sindicatos o derogarla aunque cueste un conflicto? Si todos los partidos ofrecen y hacen lo mismo, los ciudadanos perdemos la posibilidad de premiar y castigar, de poder influir, de realmente poder decidir.
En cada gran tema del futuro nacional hay opciones complicadas. Siempre, pero muy especialmente durante las campañas, los líderes tienen que hablar con claridad para que, a su vez, la voz de la ciudadanía se escuche con nitidez y no pueda ser soslayada durante los períodos de gobierno.
Suele decirse que la confrontación cansa. Pero la moderación también. Algunos sondeos recientes de opinión pública muestran algunas señales de fatiga democrática. Si todos los actores dicen lo mismo, el juego termina perdiendo sentido.
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