Hay señales encontradas acerca del nivel que tendrá el debate preeleccionario
+ Adolfo Garcé
"Estoy preocupado”, me dijo, a la pasada, saliendo de El Espectador días atrás, un periodista inteligente. “Vamos a tener una campaña de agravios”. Su reflexión me dejó pensando. No descarto que pueda tener razón. En todo caso, quizá sea muy temprano para saber qué tipo de debate político tendremos durante este año. Advierto señales en distintos sentidos. Como sea, la preocupación por la calidad de la campaña electoral es un asunto de primer orden y, por eso mismo, vale la pena detenerse un instante a repasar, primero, qué es lo deseable para, después, examinar las perspectivas reales.
Hace más de cuarenta años, el profesor norteamericano Robert Dahl propuso una definición empírica de democracia tan escueta como profunda. Dijo que las poliarquías, es decir, las democracias realmente existentes, se caracterizan por combinar participación popular y oposición política. Siguiendo este razonamiento, la calidad de la democracia depende, a su vez, de las características específicas que asuman, en cada país y en cada momento, ambas dimensiones. Las mejores poliarquías, las que más se aproximan al ideal democrático, serán aquellas en las que, en términos de participación, los ciudadanos se involucren más activa y calificadamente en los asuntos públicos y, desde el punto de vista de la oposición, en las que más libre, efectiva y responsablemente se realice el debate público entre las distintas opciones políticas. La combinación de participación y oposición obliga, a su vez, a los partidos a sintonizar con las demandas del público y asegura, por ende, que los mecanismos de representación funcionen adecuadamente.
Las campañas electorales, en ambos aspectos, son un momento especialmente relevante. La participación cívica se maximiza. En los países, como Uruguay, en que el voto es obligatorio, independientemente de su interés primario en la política, la ciudadanía termina prestando atención a los asuntos públicos, formando o redefiniendo sus preferencias, y refinando sus opciones electorales. La oposición también alcanza su cota máxima. Los partidos y líderes que compiten por el apoyo popular se esfuerzan, más que nunca, por marcar sus diferencias con los demás. Ambos procesos, participación y oposición, se entrelazan profundamente. A medida que se intensifica la competencia entre las distintas opciones va aumentando el interés de la ciudadanía por los temas en debate; a medida que los electores se van informando, los líderes se ven cada vez más obligados a precisar sus propuestas electorales, y a acercarlas a las exigencias de los ciudadanos.
El corolario de las definiciones anteriores es obvio. La calidad de la democracia dependerá estrechamente del tipo de campaña electoral. Las mejores poliarquías son aquellas en las que los electores, durante los meses previos a decidir su voto, tienen la oportunidad de informarse sobre problemas y alternativas, y de controlar en qué medida los gobernantes cuyo mandato expira cumplieron las promesas realizadas durante el ciclo electoral anterior.
Volvamos a la campaña que inicia. Por un lado, hay algunas señales alentadoras. Todos los competidores se han hecho cargo de los grandes de los problemas que más preocupan a la opinión pública (todos hablan de seguridad y educación). Además, los partidos han avanzado mucho en la definición de cuáles serán sus énfasis programáticos. Tabaré Vázquez, el candidato sobre el que recae la mayor responsabilidad, dado su favoritismo, anunció en su primer discurso electoral que en cada una de sus comparecencias públicas profundizará en un aspecto de su plataforma electoral.
Por otro lado, hay señales preocupantes. La peor de todas la dio el propio Vázquez cuando anunció, hace ya varios meses, que no debatirá con sus adversarios. Más específicamente, al menos al momento en que termino de escribir esos renglones, la reciente propuesta de Constanza Moreira de debatir públicamente sobre cuáles deberían ser los mecanismos concretos para cumplir, durante un muy probable tercer mandato frenteamplista, con la promesa de alcanzar el 6% del PIB para la educación. Los debates cara a cara son, como muestra la experiencia de muchos países –empezando por EEUU–, muy importantes para que los electores puedan formarse una opinión respecto a las distintas posiciones.
Pero tan importante como esto es que los distintos candidatos no ignoren a los demás. Las peores campañas, las que menos despiertan el interés de la ciudadanía y las que menos contribuyen a un proceso inteligente de formación y redefinición de las preferencias de los electores, son aquellas que se componen de monólogos, es decir, de discursos aislados que se empecinan en ignorar a los otros. Las mejores campañas, las que mejoran la calidad de la democracia, en contraste, son aquellas en las que las distintas propuestas interactúan explícitamente entre sí. No sé si tendremos cruces de insultos durante el 2014. Pero mucho me temo que, una vez más, tengamos una campaña en la que algunos candidatos se den el lujo de hacer caso omiso a las críticas y/o propuestas de los demás. Vázquez dijo en San Luis que, por respeto a los electores, no caerá en agravios. Perfecto. Pero, por eso mismo, es decir, por respeto a los electores, debería renunciar a su inclinación al soliloquio y discutir, cara a cara o de cualquier otra modo, con los demás aspirantes a la presidencia.
Por Adolfo Garcé - Doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Udelar - adolfogarce@gmail.com
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