Esta declaración nos dispara
consideraciones alarmantes. En primer lugar observemos una tendencia
mundial: en el 2011 la venta de libros impresos descendió un 5%, y según
la Asociación de Editores de EE.UU, en los últimos dos años las ventas
de libros electrónicos se triplicó. No es un hecho condenable. Como
sucede a menudo, un mismo fenómeno nos dispara sentimientos antagónicos.
Por un lado es un acontecimiento fabuloso: cuando todo se digitalice (y
en tanto el Capital no logre imponer esa fábula siniestra sobre la
piratería digital) los libros serán gratis, igual que la música, el cine
y la fotografía. Las consecuencias de este simple hecho son
incalculables, y acaso sólo sean equiparables al descubrimiento de la
imprenta y al descubrimiento del manejo del fuego. Viviremos un
socialismo de la cultura y del arte, algo que apreciaremos debidamente
cuando nuestros hijos crezcan. Mas el lado oscuro de la moneda es el
tipo de control que tendremos sobre las obras del pasado, sobre nuestra
memoria, cuando todo se digitalice. Eso no quiere decir que el libro
impreso no sea pasible de adulteraciones. Durante 1700 años la humanidad
ha leído esa obra magna de la literatura fantástica llamada El nuevo
testamento, atribuida a cuatro discípulos de un semidios entrañable. Los
verdaderos autores son desconocidos, sólo sabemos que escribieron o
reescribieron tiempo después de los acontecimientos narrados, acaso
cuando el Imperio Romano adoptó el cristianismo como religión oficial.
La Iglesia decidió qué capítulos de la obra fantástica serían leídos por
nosotros, y cuáles quedaban para ellos en exclusiva: esencialmente el
período en que el semidios era un niño asaz irascible que aún no
controlaba el poder de sus palabras y mataba, vía maldiciones, a sus
compañeritos hipócritas.
Debemos estar agradecidos a la Iglesia
Romana el que nos legara grandes obras del pasado. Laboriosamente los
integrantes de esa empresa que fue la propietaria de tierras más
importante del Medioevo, y que hoy se encuentra entre las principales
trasnacionales del mundo, fueron copiando con primorosa letra las obras
del pasado. Tenemos serios motivos para creer, tanto nosotros como el
protagonista de El nombre de la rosa que algunos libros fueron ocultados
(cuando no quemadas bibliotecas enteras) otros destruidos, y otros
adulterados, como uno sospecha que se adulteró La República de Platón.
Pero aunque el libro impreso sea pasible de adulteraciones (toda mala
traducción es una adulteración) siempre es posible encontrar el
original, encontrarlo físicamente, motivo por el cual son apreciadas las
primeras ediciones por los sibaritas del libro. Una primera edición del
Quijote nos informaría que los cajistas tuvieron a bien corregir los
errores ortográficos del gran tartamudo tres veces convicto y amigo de
los árabes. Aquellos primeros cajistas, guardianes de la lengua,
adulteraron, como vil almacenero que santifica el vino echándole agua,
la principal obra de nuestra lengua, pero podemos comprobar la maniobra y
sacar conclusiones sobre cómo se nos quiere obligar a leer y pensar el
mundo. Podemos hallar la escena y las pruebas del crimen y apresar a los
criminales, pero el día que todo esté digitalizado y que un libro sea
una rara pieza del pasado que sólo obtendrán los coleccionistas a cifras
siderales, o las bibliotecas de los imperios (aparentemente la
biblioteca del Congreso norteamericano posee tres ejemplares de cada
título que se edita en el mundo) ese día alguien, la institución que
controle y difunda los libros digitales, puede, accidental o
voluntariamente, alterar alguna cosilla por el bien de todos nosotros,
de igual forma que cualquier Estado oculta información a su población
por el bien de su población, y de igual forma que la Iglesia no
informaba de la infancia de Cristo por el bien de sus ovejas.
El mito de un Fausto haciendo viles
componendas con Mefistófeles es la creación de una institución que
sentía que a partir de la imprenta, comenzaba a resquebrajarse el
imperio espiritual que había forjado a sangre y fuego. Los sacerdotes
tenían el monopolio del libro y un ejército de copistas, y ahora, con
esa imprenta que se movía sola y cuyas letras estaban demoníacamente
dispuestas al revés, otros podrían reproducir libros heréticos por miles
de ejemplares. Sin este hecho no se explicaría el Renacimiento, ni la
Iluminación, ni el Romanticismo, ni nada de lo que ha significado el
mundo que heredamos. La imprenta democratiza el libro. Ahora internet lo
socializa, pero a un costo que aún no sabemos, o no nos animamos a
apreciar, pues a la postre todo depende de la catadura moral de quienes
sean los poseedores de la memoria humana.
Abordemos una segunda y alarmante
conclusión. Leamos de nuevo esta frase del presidente de La Enciclopedia
Británica: "Una enciclopedia impresa es obsoleta en el minuto en que se
imprime, mientras que nuestra edición en internet se actualiza
constantemente". Esta joya del lugar común expuesta por el presidente de
una venerable institución educativa, nos lleva a pensar en el carácter
del mundo que como una losa de mármol ha caído sobre nosotros. ¿De qué
conocimientos, de qué verdades, se nos habla? ¿Imaginamos a Cristo, a
Aristóteles, a Lao Tse o a Henry Miller corrigiendo y desdiciéndose cada
tres minutos? ¿Es posible que hayamos llegado a tamaño delirio? Sí, es
posible. Es el resultado de ese cáncer llamado positivismo, un cáncer
que se apoderó del cuerpo de la ciencia para dejarnos más expuestos aún a
los males del mundo. El positivismo ha hecho de la ciencia esa cosa
árida y a menudo al servicio de negocios tenebrosos. Es más fácil que un
camello pase por el ojo de una aguja, que encontrar un científico que
hable sobre algo que no sea su ultra específica parcela de átomo de su
sub disciplina. El biólogo no hablará de biología, hablará del
comportamiento de una pulga, o de algún comportamiento inter celular de
cierta pulga que anida en ciertos camellos que acaso logren pasar por
los ojos de las agujas. Que nuestro biólogo nos hable de cualquier otra
cosa que no sea biología es algo que no lograremos, aunque le embutamos
ochenta litros de whiskey aderezados con un kilo de ácido lisérgico y
pongamos a bailar delante suyo, sobre la mesa donde antes colocáramos
nuestra mezcla explosiva, una bailarina de pulpas insinuantes.
Pero el lector positivista, ya
adoctrinado por la escuela, exclamará: "Pero sí es obsoleta la
Enciclopedia a los tres minutos, pues la población de Malasia creció, el
producto bruto interno de China aumentó, y se descubrió que Plutón no
era un planeta". Si el lector es de aquellos que cuando leen historia
sólo se interesan por nombres, fechas y lugares (los hechos) que siga
leyendo como un maniático cada actualización de conocimientos de la
Enciclopedia y que luego se tire a un pozo lleno de cocodrilos que el
mundo nada perderá. Ahora, si el lector es de aquellos que quiere saber
sobre las grandes pulsiones históricas, no puede hacer otra cosa que
lamentarse sobre el rumbo que la Enciclopedia Británica adoptó luego de
1911 para ganarse el mercado norteamericano. Le aconsejaría a ese
lector, la aguja en el pajar del conocimiento, que de alguna manera
consiga la edición de 1911. No estaba escrita por los maniáticos de los
hechos, si no por De Quincey y por los principales pensadores de la
lengua inglesa. No era una penosa lectura de estadísticas: era economía,
historia, poesía y leyenda. No es imprescindible que encuentre aquella
versión. En nuestra lengua tenemos nuestra propia enciclopedia, que
aunque insinúe las espinas del positivismo, guarda las rosas de una
visión más sabia. Me refiero al Diccionario Enciclopédico
Hispano-Americano, de Montaner y Simón, que reunió, en 28 volúmenes de
900 páginas, en un formato de 30 por 22, a los principales intelectuales
de la lengua castellana de los inicios del siglo XX. Puede el lector
deleitarse con el artículo Cadáver y todas las etapas de su
descomposición, en el caso que haya bebido de las aguas del río en que
bebiera Baudelaire, o puede sorprenderse con el artículo Carnaval, donde
se dice que todo pueblo ha necesitado la expansión de su locura, o
puede encontrar la biografía de un desconocido, el jefe de una secta
musulmana que abrogaba por la simplicidad de ir desnudos por el mundo,
biografía que al cerrar el volumen sin marcar la página, perderá para
siempre, pues esa enciclopedia es otra manifestación del infinito. Los
datos estarán desactualizados, pero encontrará restos de una antigua
sabiduría que no aparecen en esas guías telefónicas que se nos quiere
hacer pasar como la suma del conocimiento.
Hubo un autor a través del cual
conocimos esta frase: Dónde ha ido la sabiduría que hemos perdido en
aras del conocimiento. Dónde ha ido el conocimiento que hemos perdido en
aras de la información. Él parafraseaba a otro gran escritor que
también vivió y sufrió la imposición de la dictadura positivista.
Nuestro autor, cuando joven, gustaba de visitar la biblioteca de Buenos
Aires. Como comprobó que perdía un tiempo precioso cada vez que pedía un
libro, se acostumbró a tomar un ejemplar de la vieja Enciclopedia
Británica, que se encontraba sabiamente al alcance de los usuarios. Allí
devoró, de primera mano, toda una manera de entender el mundo que hoy
ha sido sepultada por los hechos. Cuando leemos a este autor nos asombra
su erudición siempre desmitificadora, y tengo para mí que gran parte de
las agradables sorpresas que nos depara, vienen de sus inusuales
lecturas de autores olvidados y de aquella versión de la Enciclopedia
Británica.
¿Dónde habrá ido a parar la sabiduría
sepultada por el conocimiento y la información? No se ha perdido, de
igual manera que no se han perdido los cimientos de los antiguos
templos, que tras derribarse, se construyeron las catedrales. Nuestra
especie, que inconscientemente sufre de la pérdida de una milenaria
sabiduría, ha generado por esta causa un oficio al que ha destinado la
hermosa función de transmitir la memoria humana. Este oficio, cuando se
adopta, se lo hace con la convicción con que se asume un sacerdocio,
pues es un oficio sagrado. Las obras de estos memorialistas no necesitan
ser actualizadas, se actualizan cada vez que encuentran eco en nuestras
eternas interrogantes. Tienen vida, se transforman, pero se mantienen
eternamente iguales a sí mismas. Los memorialistas son incorruptibles
ante el tiempo, como es incorruptible ante el tiempo la adoración a la
mujer amada. Cuando los desenterramos, brillan como diamantes. Los
grandes artistas son los faros de la humanidad en estos siglos de
oscuridad.
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