Hugo Giovanetti Viola
elMontevideano - Laboratorio de Artes
A veces nos parece que estamos en el centro de una fiesta.
Sin embargo, en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío.
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.
ROBERTO JUARROZ
-Es la vida, madre -dijo él. -Uno se pone verde en París.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
BOOM
Me recuerdo abriendo Cien años de soledad bajo un farol que perforaba el estrellerío de los eucaliptos de Carrasco, mientras esperaba un ómnibus al volver de la casa de mi novia.
El hielo del final de la primera frase me cegó, literalmente.
Yo todavía era un botija y ya hacía un tiempo que me colaba de vez en cuando en el mítico apartamento de Gonzalo Ramírez y Vázquez donde Juan Carlos Onetti paladeaba trompudamente el reconocimiento mundial que empezaba a llegarle con 20 años de retraso.
Ese día me había decidido a comprar el libro del tal García Márquez porque la madre de un amigo beatlero -una exaltadísima escritora argentina que siempre me hizo acordar tanto a la Úrsula macondiana como a la Maga rayuelera- me aseguró en la playa que la novela de aquel colombiano iba a cambiar el mundo.
Ella conoció a Onetti en el Buenos Aires de los 50 y yo le debía nada menos que la vinculación con el tan ninguneado fundador de la moderna narrativa latinoamericana, maestro -junto con Felisberto Hernández, que también fue distribuido a nivel continental por Editorial Sudamericana- de un Gabo juvenil que encontró en ellos referentes eficientes en su propia lengua, más acá o más allá del marcante empuje contemporáneo de Faulkner, Hemingway y Graham Greene.
Lo malo fue que a mi eufórica consejera argentina se le haya ocurrido decirle a Juan (con una desfachatada ironía bolchevique) que no siguiera amontonando novelones depresivos para las elites y empezara a hacer levitar a los personajes a fuerza de tazones de chocolate.
Yo demoré mucho en enterarme (de boca de un incurablemente shockeado testigo presencial) que cuando Benedetti vendió medio millar de ejemplares de Gracias por el fuego en el 60 y pico, el monarca sanmariano (que ya había recibido el Premio Faulkner por El astillero y viajado a Yanquilandia, donde lo estaban traduciendo) llegó a escrachar a manotazos una dylanthomasiana hilera de chopps en un chalecito de El bosque como si fuesen bolos mientras gritaba:
-Manga de burros de mierda.
Y no era para menos.
Así que después de devorar Cien años de soledad me costó decidirme a pedirle un veredicto sobre aquella especie de campanazo desatador del boom que me trastornó el bocho.
HOLA
La primera vez que trepé al bunkercito de Gonzalo Ramírez y nombré con entusiasmo a Benedetti el Viejo ya me había parado el carro empinando unas pinchudas falanges de caballero del Greco:
-Pará. Estamos hablando de literatura, querido. Aunque La tregua es buena.
Y el día que comenté que había empezado Sobre héroes y tumbas me gané un soplamoco con suplemento teórico:
-Jodete. Aunque el Informe sobre ciegos se puede leer. Pero es increíble cómo tanta gente sigue jodiendo con toda esa retórica barata de la muerte en el alma y las súbitas desazones y los brincos del corazón y no les da vergüenza. Parecen traductores españoles del siglo XIX y se hacen llamar novelistas, carajo.
El caso de Vargas Llosa (que acababa de ganarle el premio Rómulo Gallegos a Juntacadáveres con La casa verde) fue distinto. Onetti prefirió eludir la humillación reconociendo en público que el fallo había sido justo, pero una noche necesitó dos sorbos de whisky para ladrar:
-Mirá, todo eso es un camelo. La ciudad y los perros tiene su fuerza, pero usa los mismos trucos que en La casa verde y al final te das cuenta que estaba cambiándole los nombres a un personaje para disfrazarlo y el lector se la comió. Lo que quiere decir que al tipo, por más técnico que sea, no le interesa el alma humana. Y chau. No escribe sobre lo único que importa. Lo mejor que puede hacer es dedicarse a la crítica.
Aquello me alarmó, porque yo todavía me dejaba deslumbrar por el experimentalismo audaz y bien armado de la precoz bête à écrite (como le llamaba Barral a Vargas Llosa) o de Fuentes, por ejemplo, que siempre fue un sociólogo camuflado a lo Zola (aunque tengo el orgullo de no haber podido soportar nunca a nuestro aburridísimo Martínez Moreno, que se dio el lujo de ganarle el concurso de la revista Life nada menos que a Jacob y el otro con un mamotreto americanista, Los aborígenes).
Hasta que un día Dolly me mostró una postal que acababa de mandarles Carmen Balcells (la agente catalana a quien Onetti jamás dejó de manifestarle un agradecimiento público fervoroso, porque lo había sacado para siempre del water de los outsiders) con un simple Hola! agregado por Gabriel García Márquez.
Y cuando los escuché especular (con caras de chiquilines enfrentados de repente a un zapato habitado por la magia de los Reyes) sobre qué significado semántico oculto podía tener un Hola! para un colombiano, decidí averiguar cuál era la opinión del Tata Brausen sobre aquel hombrecito bigotudo que proclamaba a todo trapo en las conferencias de prensa glamorosas que su objetivo era Llegar a ser el mejor escritor del mundo.
-A mí me parece que lo mejor que hizo es El coronel no tiene quien la escriba -sentenció finalmente Juan una noche, como quien adelanta una ficha perezosa en lugar de irse al mazo. -Creo que es un material que le sobró de Cien años de soledad.
-¿Pero qué te pareció Cien años de soledad?
-Una maravilla de color y de ritmo y todo lo que quieras -estiró muchísimo la pausa del sorbo de whisky y el recambio de cigarrillo el pioneer del boom que jamás soportó ser llamado maestro. -Pero cuando llega a la mitad empieza a sacar los mismos conejos de las mismas galeras.
Y enseguida apareció la feroz mueca anunciatoria de que sobre aquel tema ya no quería hablar más.
Pero lo único que a mí me impactó en ese momento fue darme cuenta de que Juan ni siquiera había leído muy en serio al Gabo, porque era imposible que él no captara que El coronel no tiene quien le escriba es un desprendimiento de La mala hora obviamente anterior (se nota con total claridad en el tranco todavía hemingweyano de la frase) al tsunami de realismo mágico que sacudió al planeta.
Así que me callé.
PALIDECES
Lo curioso es que en mis dos precocísimos primeros libros (que no pienso reditar jamás, porque ni siquiera son malos) no hay ni sombra del Gabo.
Pero en el 76 (después de arrastrarme dos años por París igual que él hasta que el diablo me puso verde el corazón y pude defenderme nada más que adorando a una Remedios que ascendió en pleno Pont Neuf al reino sobrenatural de una foto desde donde me avitrala inmaculadamente hace 40 años) los colores garcilacescos del inventor de Macondo se me fusionaron con los arcoiris de los vientos de una de las sinfonías concertantes de Mozart y en una saga de relatos brevísimos, Cantor de mala muerte, me encontré con la tonalidad incanjeable de mi frase.
Y sin embargo, como casi siempre, tenía razón Onetti. Porque en la tercera lectura de Cien años de soledad me sorprendí sintiendo que cuando muere Úrsula -el arquetipo verticalizador que le da calado al iceberg- uno empieza a aburrirse irreversiblemente.
El Coronel no tiene quien le escriba, en cambio, recién empieza a palidecer cuando uno ya está viejo y se da cuenta que la supuesta grandeza del sufrimiento de ese viejo es apenas una digna (pero incurable) minusvalidez propia de un puer aeternus que no tiene recursos espirituales para bailar alquimizando la mierda que le obliga a morfar la soledad del mundo en una fiesta mística tan invisible como invencible (a la que alude Juarroz en el poema que utilicé de acápite) donde somos capaces hasta de sangrar con una gracia crística.
Y entonces el efecto hipnótico pasa a prospectivizarse exactamente al revés que en el caso de El perseguidor, por ejemplo, donde Cortázar resopló un alarido tan alto hacia el absoluto que con cada lectura la iluminatio crece (como en Moby Dick o El idiota o La muerte de Iván Ilich o Tifón o El poder y la gloria o Franny y Zooey) hasta que el universo de la obra te deposita en una espesura más estrellada que la que podemos distinguir desde esta horrible y hermosa travesía que sobrellevamos en la bodega (Teilhard de Chardin dixit) de una tridimensionalidad donde los mandamases políticos y filosóficos tienen que almidonarse el bondadismo discursivo a cada rato para que el transparentamiento de sus calaveras de gárgolas no nos transformen la claustrofobia en vómitos.
Pero en fin.
La verdad es que fue una verdadera pena que nuestro admirado prestidigitador de rosas cantadoras como sonetos de los Siglos de Oro haya tratado de ser considerado el mejor escritor de este mundito en lugar de seguir esculpiendo la cuajadura de su tesoro sin fondo (que se llega a entrever intermitentemente en El general en su laberinto o en la escena final de Crónica de una muerte anunciada, aunque a esa altura el vicio del espectacularismo malabar ya invalidaba todo).
Y la tan esperada sacralidad barroca que esperábamos encontrar en aquel lenguaje retablesco terminó por agotarse en la fulguración de un gran cofre vacío.
(Ay de tu corazón triste de fiestas, buen Rubén precursor de estas nadas envueltas en celofán selvático!!!! Más vale un esquelético Cholo metafísico en mano que cien Nerudas trepándose a colgarse medallas en el Machu Picchu del prestigio político!!!!)
Y ahora vale la pena reproducir un fragmento de La Leyenda de San Julián el Hospitalario de Gustave Flaubert para demostrar quién fue el maestro inspirador de la imperescedera gracia voladora con la que (sin la menor duda y en buenísima ley) el genial inventor de Macondo seguirá espejismando a las multitudes:
Combatió a escandinavos cubiertos de escamas de pescado, a negros provistos de rodelas de cuero de hipopótamo y a indios color de oro montados en asnos rojos y blandiendo por encima de sus diademas unos largos sables resplandecientes como espejos. Venció a los trogloditas y a los antropófagos. Atravesó regiones tan tórridas que, bajo el fuego del sol, las cabelleras se encendían por sí mismas, como antorchas; y otras que eran tan glaciales que los brazos se desprendían de los cuerpos y caían al suelo; y países en los que había tanta niebla que la gente andaba por ellos como fantasmas.
Este fue el punto de inflexión estilístico que necesitó García Márquez para juntar al Garcilaso, al Faulkner, al Graham Grenee y al Hemingway que traía a cuestas desde que publicó La hojarasca para poder hipnotizar a los pobres de espíritu con la promesa de una belleza que sólo nos redimirá cuando irradie una fe inquebrantable en el absoluto reino del Hombre Nuevo.
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