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domingo, 13 de julio de 2014

MODELO 60 por Prudencio Hernández Jr

El amigo Prudencio Hernández Jr es escritor y poeta. 
Tiene su blog:  http://enunmundonuevo.blogspot.com/
Luego de leer   "Walter's" Un boliche con historia. Por Julio Dornel, nos hizo llegar esta nota de su creación que agradecemos y compartimos.








                                                              Don Samuel Prilliac







No acostumbro a andar ventilando en espacios virtuales mi vida o parte de ella. No lo considero necesario (tengo muy claro algunos conceptos sobre esto) y  uno debe guiar su vida por otros senderos reales entre gente que ama y sabe de su lealtad y compromiso, o de su entrañable amistad. En cuanto a mis trabajos, no voy a decir que mis intentos casi poéticos no tengan alguna inspiración por imaginación hacia ciertos hechos y personas que amo, pero son casos que se afrontan desde la escritura para fomentar lazos y encontrar similitudes de hechos de mi vida con otras vidas. 
Pero aquí con éste relato, escribo parte de mi vida en los años 50 y 60 cuando era un niño y entraba en el mundo de los mayores con la ingenuidad latente y la inocencia de creerme, que el mundo era tal cual lo veíamos, sin saber que bajo esa apariencia se mueven miles de verdades y mentiras que forjan a las personas. Sé que es un poco largo para el estilo blog de leer rápido (al paso) característico de sus integrantes (me incluyo por supuesto) para visitar muchos blogs...en fin...pero si disponen de 9 minutos y 24 segundos aproximadamente de su vida los dejo con este entrañable momento de mi vida..al  menos para mí. Gracias por vuestra receptividad. Dejo constancia del empujón que hace tiempo me dio Taty Cascada una chica chilena (Hoy alejada de los blogs..pero un día después o sea hoy lunes 3 de setiembre HA PUBLICADO!! alegría por el regreso) quien me dijo que ese relato tenía cierto interés para ser publicado. Estés dónde estés amiga Taty.. gracias..y ya ves una vez,  le hice caso a alguien...jaja.
Un abrazo a todos desde el sur.





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En la última esquina del pueblo: un lugar. El peor lugar para un comercio. Si uno se paraba en la mitad de la Rua Uruguai del lado brasileño o en la Avenida Brasil si se paraba del lado uruguayo, grandes comercios fronterizos parecían que atraparían a los excursionistas incautos, y no tanto, que por miles pululaban en busca de su bagayo diario. Era lo que uno suponía si empleaba la lógica, pero los negocios como la lógica son falibles, después de un día, o medio día, se comprobaba que aquel negocio decir que estaba mal ubicado era una ilusión óptica. Su amplia explanada se poblaba de automóviles, armatostes de los 40 y 50 movidos por una docena de cilindros, y coches de excursión, llamados bañaderas, que nadie sabía como habían osado llegar hasta allí y que uno tras otro iban arribando y saliendo dejando sus marcas de polvo en el aire en forma continua, envolviendo esa parte del pueblo en una densa nube sepia constante.
Todo parecía igual que ayer. Otro día más de trabajo esperando el fin de semana para disfrutar en La Barra. El sol veraniego con su promesa de calor, comenzaba a entrar por las altas banderolas que daban al este, ubicadas en el medio del edificio, y sus reflejos revivían bandejas plateadas, ollas a presión, juegos de agua, juegos de cubiertos, jarrones esmaltados, termos brillantes, juguetes, artes de pesca, dispuestos en grandes vitrinas en la amplia nave del local, a veces disimulando las finas columnas de hierro que sostenían el techo. Detrás de los viejos y anchos mostradores de lapacho gastado, los empleados en sus puestos, confundidos en su quietud con las cosas inanimadas, prontos para empezar la jornada. Tras ellos estanterías que llegaban hasta el techo abarrotadas de mercadería. Se mezclaban, con sus olores y con sus formas de presentación, el café, el cacao, el aceite de oliva, los dulces, los licores mmm la "Para ti", las sardinas, la yerba, los jabones, el bacalao. Allí se concentraba el olor a aliento de bodega, con efluvios de jabones y perfumes; el hediondo vaho de la salmuera del bacalao, con el aroma a café y al cacao; la rústica aspereza de la yerba, con las especies donde la nuez moscada apretaba la garganta... y de repente, entre todos esos olores, olor a pólvora de las miles de “bombas brasileras”, que dormían inofensivas en la boca ancha de las bolsas de arpillera.
Alguien rompía aquella tensa espera de minutos, era mi padre, el viejo Prudencio, que inquieto dejaba palabras y risas en algún rincón. Cajas registradoras dispuestas en aquellos mostradores en “u” eran manejadas por los hijos de Samuel. Había una que no arrancaba la jornada, a alguien le tocaba el turno para pegarse a las sábanas un ratito más. Se perdería una jornada para el cambio que querían hacer de motos y autos viejos por cero kilómetros. Se trataba, en una singular competencia, de ser el primero en reunir el valor de un cero kilómetro en el mercado brasilero juntando, en unos bollones inmensos, monedas uruguayas de 25 y 50 centésimos recién salidas a circulación, aquellas de níquel que en una cara tenían el escudo rodeado de 19 estrellas y en la otra la esfinge de Artigas y debajo “1960”. Amadeo Brundo se encargaría de transformarlas en Cruceiros.
Aquella mañana me encontraba cerca de la puerta que daba a los fondos. A mi derecha en media “u” de mostrador la venta de comestible, atendida por una veintena de empleados entre muchos Mauricio, Landeco, Volney, Evanil, El Pacho y a mi izquierda la otra media “u” la venta de perfumería y tienda atendida por otro tanto: entre ellos Amalia, Altez, Norma, Gaudencio. Al frente la gran nave principal llena de vitrinas a cargo de Cotó.
Samuel acomodándose su clásica boina oscura, negra o azul, al estilo de los Boinas Verdes, o del Che — el imitar está en la esencia del Hombre—, y tomando el último mate de manos del Tuco, daba las últimas indicaciones: señalaba cifras en clave que servían para remarcar mercadería en el último instante; recorría las instalaciones; saludaba uno por uno a sus empleados, y por fin, se ubicaba en la puerta de la ochava, la que le daba un amplio panorama de la “Internacional” del Chuy, donde se encontraba su mayor competencia, que en la realidad no competían, porque no tenían capacidad para superar las ofertas de su astucia.
Afuera la brisa despejaba las últimas brumas del amanecer, los autos las camionetas y los coches de excursión correteando sobre adoquines llenos de arenisca muy fina, levantaban una densa polvareda, que desaparecía más rápido o menos rápido según la intensidad del viento, estacionando finalmente en la amplia explanada frente al comercio.
Cuando llegaba la plateada ONDA, traída por la polvorienta Ruta 9 por un mofletudo y sudoroso conductor, el inefable Spadoni, se abrían las puertas, y algo increíble sucedía: decenas de personas atropellaban por el interior, ubicaban a un Samuel que había cambiado su rostro impasible, que parecía no hacerle favores a nadie, por una gesto de simpatía. Lo rodeaban pidiéndoles cosas, y él entregaba pequeños recuerdos: banderines con su estampa clásica, lápices con su busto flanqueado por las banderas de Brasil y Uruguay, un pin de forma de diminuto escudo, con “CASA SAMUEL CHUY”, franjeado en rojo, azul y blanco para usar en el ojal del saco. El ególatra en su mayor esplendor, el marketing casero en su apogeo, la autopromoción en el súmmum. Cuando se le terminaban las pequeñas atenciones, nos hacía seña entre manos levantadas y allí íbamos nosotros, los más chicos, al rescate. Grandes bollones de vidrios cuadrados de boca ancha redonda, llenos de maní acaramelado, ticholos, “balas” o rapaduras calmaban el ambiente. En el periodo de compra daba indicaciones a sus empleados, y cuando alguien pedía una rebaja, intercambiaba con su empleado-interlocutor letras en lugar de números, y casi siempre recibía el agradecimiento de lo clientes. Después de las compras, cuando los viajeros se retiraban, Samuel en la puerta, a quien ya le habían señalado de antemano quien había hecho los mejores importes, pedía obsequios que le alcanzábamos. Hacía diferencia con los viajeros, los mejores regalos para los mejores compradores, no sólo para los de aquel día, él no se olvidaba de los visitantes habituales, de los clientes con poder adquisitivo, que lo demostraban con sus poderosos autos, sobretodo tenía especial atención a los argentinos, potenciales compradores de terrenos playeros, que por una bicoca había comprado miles de hectáreas como yermo raso que hizo lotear, cerca de La Barra, y que de a poco iba vendiendo. Quería transformar aquel desierto en un balneario llamado Puimayen.
Algunos viendo que no se llevarían, aparte del sombrero o del bolso, una toalla imperdible, o alguna Pirex promocionada como irrompible, regresaban a comprar más cosas. Otros a pesar de mostrar valores por grandes compras que arriesgarían al pasar por la aduana, Samuel imperturbable desoía sus ruegos, si se ponían caprichosos le recordaba, con enorme despliegue de detalles, que tal día, en tal excursión, habían comprado en otro comercio: Brasilia, Estrella o cualquier otro, y no en el suyo. Algunos le prometían que no volverían nunca más. Se sonreía y les ofrecía retirarse, sin grandes gestos, solamente con la mirada que, al mismo tiempo, se perdía en la gran avenida buscando detalles que sólo él descifraba. De pronto giraba sobre sí mismo, y con un solo gesto reunía gran cantidad de empleados en la parte más cerca del mostrador de la puerta de la ochava. Un grupo de excursionistas entraba, y Samuel parecía ignorarlos. Dirigiéndose a sus muy próximos empleados les arenga, mientras parece caminar sin rumbo fijo: “Hay azúcar” “Nooo” —le respondían a coro. “Hay yerba”: “Noooooooo” —resonaba la misma respuesta. Cada vez que mencionaba un producto el coro respondía. Algo había “visto”, en aquellos viajantes que ni siquiera quería venderle lo más corriente. Y nadie sabía explicar aquella determinación, de singular antipatía que, sin embargo, lo único que provocaba era que los viajeros salieran, con la fiebre de frontera, por otra puerta apresuradamente. Contrabandistas hormigas de poca monta que no le interesaban al extranjero venido de tierras extrañas, así como a ellos tampoco le interesaba perder tiempo en aquel lugar. Ya lo conocían y el intento valía la pena, porque de tanto en tanto, y aquel no era un día adecuado —cuando los vaivenes comerciales lo indicaban—, podían comprar toda el azúcar, la yerba, la fariña que quisieran y, por supuesto, con los precios más bajos del Chuy, y de toda la frontera uruguaya.
Al llegar al mediodía la rutina se quedaba entre los ticholos, las goaibadas, ananás y sardinas enlatadas, que era lo mismo decir Abacaxi y Coqueiro. Todos abandonábamos el local. Se cerraban las cajas y nosotros nos íbamos hacia los fondos, a las habitaciones amplias donde tía Dominga nos esperaba con la mesa pronta para servir la comida.
Instantes antes de llegarme la noticia por primera vez, me encontraba sentado en uno de los grandes sillones del estar leyendo alguna aventura de Roy Rogers, Gene Autry o el Llanero Solitario. No me gustaba sentarme solo en la gran mesa del comedor. Me llamó la atención que pasaban los minutos y nadie se acercaba. En el exterior noté movimientos infrecuentes y todos caminaban alrededor de la casa, como buscando algo. Salí al patio y pregunté. Alguien me respondió que el Wagner, uno de los cajeros de aquella mañana, había perdido quinientos pesos uruguayos a la salida del comercio. No sabía por qué puerta había salido pero todos buscaban entre la casa y el comercio, vereda con un espacio enjardinado contra las paredes, que no tendría más de cinco metros de separación y como veinte metros de largo. Tampoco tenía noción de la magnitud de la pérdida, tenía apenas diez años de edad, pero sabía que era una gran cantidad y en un solo billete. Todos buscando, finalmente, no apareció.

El sitio era castigado por un viento sur pertinaz, que parecía nacido para aquel lugar, un corredor que terminaba cerca de la salida del comercio en un techado donde había mercadería perecedera. Cuando todos dejaron de buscar, y se caía la tarde, volví al lugar. Pensaba que aquel esquivo billete había volado hacia los fondos, sorteando al aljibe que el viento sobre el brocal le bamboleaba el balde de latón; a la montaña de cajas vacías que de tanto en tanto se desparramaban; al edificio sin puertas ni ventanas del generador eléctrico que dormía como un gigante sostenido por grandes correas; y finalmente traspasó —seguía pensando— el alambrado y se metió en la quinta de choclos y zapallos. Recorrí tantas veces como me dio la tarde cada rincón. Me metí entre canteros de maizales, de girasoles, y cuando quise acordar, me encontraba ante un basto campo verde que se abría a mi frente. Mi vista se perdía entre ondulaciones, un cañadón y en un monte lejano, cortado por una carretera que se internaba en el Brasil marcada por un diminuto camión —lo creía un juguete por la enorme distancia que me separaba—, y venía rumbo al Chuy con una nube dorada detrás. Parecía llegar de las entrañas agrestes de un país gigante que me imaginaba acostado, inmenso, lleno de grandes ciudades —Brasilia nuevecita aparecía hermosa en Manchete—, de carnaval, de fútbol, de playas, de selvas y pantanales vírgenes. El billete, concluí, voló internándose en el Brasil, mezclándose con el verde, perdiéndose en lugares inaccesibles. No me animaba a ir más allá de ese alambrado, de ese basto silencio, un silencio palpitante que no era el de lo cercenado y yerto... Poco a poco era acompañado por nuevas sombras, que surgían de la inmensidad, de la no existencia. Hurgaba a mi alrededor, pero sabía íntimamente que allí terminaba la búsqueda.
Sobre la calle proyectada, que daba al costado del comercio y de la casa, el camión, que minutos antes había visto andando por la carretera, hacía maniobras para estacionarse. Me encontraba en los fondos de la casa, tapado por arbustos y maizales, pero la escena, repetida día a día, se me representaba con todos los detalles: la maniobra con el acoplado, la marcha atrás y adelante, el escape alto que dejaba salir bocanadas de humo que percibía en las alturas. Todo era acentuado por los sonidos del motor afinado pero fatigado. Cuando finalmente los frenos de aire dejaron escapar su último suspiro de cansancio de miles de caminos, el silencio se adueñó otra vez del lugar por unos instantes; y hasta que no sentí que el chofer cerraba la puerta al mismo tiempo que saludaba a alguien, no perdí la concentración. Di un rodeo y llegué hasta el camión. Siempre me impresionaba verlos estacionados y recién llegados de andar cientos de quilómetros, parecían cansados con un jadeo apenas perceptible. Los recorría a lo largo y a lo ancho. Me acercaban al motor despidiendo aun calor, y las piezas volvían a su quietud emitiendo sonidos que solamente allí se escuchaban, sin confundirse. Adivinaba la carga: “éste está cargado de ananá, goaiabada, castañas de cajú, latas y más latas bajo la lona verde y polvorienta”. Jugaban los olores, los tamaños y las formas insinuadas en algunas partes en donde apretaba la soga. Las más fáciles de acertar eran cuando venían botellas de licores o bebidas colas y, la más difícil, cuando la carga en grandes cajones era de loza, telas, ropa o artículos de bazar, y solo el presentimiento, muy poca cosa para descubrir la verdad, o por algún detalle extra, lo vislumbraba.
Ya no le vería más. Al otro día muy temprano en la madrugada sería vaciado y partiría en busca de otros caminos, de otras cargas y destinos.
En plena madrugada el reloj cucu daba las tres. Fue cuando sentí movimientos afuera y el camión que se iba. Me pareció extraño esa salida, pero instantes después regresó. Esto me intrigó más. Sentí los frenos descargando su aire, cortando, por última vez, la quietud insondable de aquellos parajes. Me senté en la cama para oír mejor; después me levanté en medio de la penumbra de la habitación. Tendría que ir hasta el gran ventanal que daba a la calle proyectada, no sin antes recorrer el amplio estar.
“Si alguien me viese me mandaría dormir”. Pensaba. Tomé precauciones y salí. Miré a través de los visillos del ventanal. Un Scania naranja bajo la azulada luz de gas a mercurio. En el acoplado cajas bajo una lona verde, pero en el primer tramo, había una forma extraña, ocupando poco espacio y asegurado con lingas, que no lograba descifrar. De pronto voces, me encogí tras un sillón de alto respaldo. Entrando en mi campo visual veo llegar al Wagner muy animoso y risueño, hablando en portugués con el chofer. Se dispusieron a sacar la lona. Cuando empezaron a descorrer y volaron los soportes que camuflaban las formas, la incógnita se hizo realidad quedando al descubierto: Un ¡FUSCA!..., y quien había llegado, con sus monedas, al primer 0km. Modelo 60.
 Prudencio Hernández (Jr) (c) 1985
 (c) 1985


1 comentario:

  1. De las fronteras de mi tierra rochense recuerdo los jabones y talcos Alma de Flores y las galletitas rellenas de abaxi, que hoy desde el otro lado del mundo, ya no se si existen. De Prudencio, jamás he leído algo que no sea digno de ser publicado. Saludos y gracias por compartir.

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